domingo, 27 de julio de 2008

DESOLACIÓN




Iba a tomar el autobús que me llevaría al Instituto donde ensayamos la Coral. Estábamos sentados esperando, unas cuantas personas y yo. Se oyó un ruido sordo tras el grueso cristal de la marquesina. Nos volvimos. Había un hombre en el suelo, tendido de bruces.

Era mayor, muy mayor, viejo. En medio de la agitación del grupo, traté de incorporarle el tronco con idea de apoyar su espalda en el cristal, y así sentarle. Me costó trabajo. Su cara sangraba, y enseguida mis manos estaban rojas.

Con dificultad le moví las piernas que habían quedado trenzadas y traté de ponerlo cómodo.

¿Alguien tiene un pañuelo, un pañuelo de papel? En un momento mi mano se llenó de pañuelos de papel. Le pregunté por sus dientes, y me dijo que estaban bien. Solo eran los labios, pensé.

¿Qué le ha ocurrido, ha tropezado usted con algo? Con voz débil e insegura nos dijo que no. Solo eran sus piernas que a veces se negaban a seguir soportando su cuerpo anciano.

Miré al suelo. Recogí unas gafas y una pequeña navaja. Puse ambas cosas en el bolsillo de su chaqueta. Puse también algunos pañuelos de papel.

Una señora fue a avisar a una ambulancia. Pasaron unos niños, revoltosos, nuevos y despreocupados. –Yo lo conozco- dijo uno. Vive en el hogar de ancianos del Balón. Alborotaban y los mandé seguir su camino.

¿Dónde está su familia? –Le preguntó alguien- En el Balón, contestó. –¿Y cómo está usted en la calle tan tarde?- Vengo de Chiclana –dijo- Allí me he caído también.

Miré una pequeña bolsa de plástico en el suelo. La abrí y dentro había un melón. De Chiclana, sin duda.

Volvieron los que fueron a avisar la ambulancia. –Ya viene- dijeron.

-Tengo prisa- dije (y era verdad), y viendo la situación arreglada, tomé mi autobús. Ya en él miré mis manos, aun manchadas de sangre.

En el camino no me dejaba la imagen de desolación de aquél hombre. Venía de Chiclana con su melón. Quizá estuvo allí en busca de sus recuerdos. En busca de su vida. Y pensé en ese hombre cuando sus piernas eran fuertes y su corazón grande. Cuando amó y cuando rió. Cuando bebió y cuando sembró sin duda su melonar. En su pequeña navaja y en su gran pena. En sus campos y en sus pinos. En sus caminos de polvo y en su azadón. Lo vi cortar con cuidado el rabo de sus espléndidos melones. Lo vi ponerlo en la mesa de sus hijos, en la mesa de su mujer. Sudar bajo el sol y el levante. Hablar con sus amigos en el bar, delante de una botella de vino.

Y hoy estaba solo y abandonado. Hasta sus piernas le abandonaban a veces. ¿Dónde está su campo? ¿Dónde su mujer y sus hijos? ¿Dónde quedó su azadón, su melonar?


martes, 22 de julio de 2008

DAR Y RECIBIR



Estábamos delante de unas pizzas, disfrutando de una excelente sangría y riéndonos con verdadera alegría, con la alegría de los verdaderos amigos.

No sé como la conversación se deslizó hacia temas de cine, música y libros. Bueno, en realidad es algo muy común, sobre todo en nuestro círculo. Y hace mucho tiempo que venía rondándome una idea sobre el asunto, que quise expresar en voz alta. Me costó mucho hacerme entender, no sé si por mi impulsividad al hacerlo, por el rechazo que provocaba, porque es difícil de aceptar, o puede ser quizá también por la gran ingesta que hasta el momento había hecho de la deliciosa sangría. Incluso varias veces me pidieron que dijera claramente “habas claras”

Les contaba que en casi todas las ocasiones que se le pregunta a alguien por sus aficiones suele contestar lo siguiente:

- Leer, escuchar música, ir al cine y viajar.

A veces se añade otra cosa, pero estas aficiones entran casi siempre en los gustos y preferencias digamos “normales”.

Yo les decía que esto tenía un gran inconveniente, y consistía en que eran “actitudes pasivas”, en las que no se participaba activamente, como creador. Para ilustrarlo le dije:

- ¿Y si nadie escribiera libros, ni hiciera música, ni películas, ni hubiera agencias de viajes, a qué se dedicaría tanta gente? ¿Y si no hubiera televisión, a la que, aunque no lo dicen, le dedican muchas horas? Para que alguien lea un libro es preciso que alguien lo escriba primero. Para escuchar música es preciso también un compositor que la escriba, aparte de un director que la interprete y unos músicos que la ejecuten. Para ver una película es preciso alguien que de a la luz el guión, la música, etc. Creo que la idea es fácil de entender. Si todos nos dedicáramos exclusivamente a esas aficiones terminaríamos por no poder disfrutar de ninguna, porque no habría ni libros, ni música ni cine ni casi nada de nada.

Y ello es producto de la educación “pasiva” que nos imbuye la sociedad de consumo, más interesada en que “consumamos” que en que “creemos”. Cada vez hay más consumidores y menos creadores. Pero la discusión empezó cuando yo planteé que lo verdaderamente enriquecedor es la creación, y no el consumo.

Se planteó que el consumo no es del todo pasivo, circunstancia que admití, aunque generalmente sí lo es, al plantearse elementos de consumo cada vez más digeridos y para los que es preciso cada vez menor esfuerzo.

Así, no es lo mismo leerse el último best-seller, el que por cierto si es el mejor vendido (que es la traducción al castellano de best-seller), seguramente lo será porque la gran mayoría de la población es capaz de tragárselo, con lo que puede deducirse que su profundidad será escasa, que es mucho más fácil que leerse los Diálogos de Platón, las obras de Kant, y, en general, los clásicos, que, como es obvio, necesitan un mayor esfuerzo de comprensión y de asimilación. Afirmé que, mejor que leer “El código da Vinci” yo leería otra vez El Quijote, por ejemplo. Pero resultaba que todo el mundo lo había leído. Eso ya no lo pude pasar. Sí, todos lo leímos en el colegio, de chicos, me dijeron. ¡y qué remedio! Pero ¿quién lo ha leído de adulto por propia voluntad, sin ser coaccionado? Resulta que es el libro más famoso, más elogiado, más editado de la literatura española, pero pondría la mano en el fuego que es el menos leído. Aunque quien fuera o fuese me jurara o demostrara lo contrario. Será, y lo creo, best-seller, pero para ponerlo en la estantería del mueble bar.

Creo que por este camino, y como los creadores son también y cada vez más, consumidores, salvo bellas excepciones, llegaremos pronto al momento de no tener nada que llevarnos al cerebro, salvo, claro está, los clásicos, de la literatura, del cine, de la música y de todo lo demás.

Pero lo trágico de esta cada vez más fomentada y frecuente actitud pasiva es que no sólo repercute en la creación artística, sino en cualquier plano de la actividad humana. Así, en el amor queremos antes ser amados que amar, en la amistad queremos tener amigos antes que ganarlos, en el trabajo queremos cobrar antes que trabajar, y en la convivencia exigimos de nuestra pareja antes que entregarnos a ella, queremos que Dios nos ayude, sin ayudarle a Él dentro de nosotros, y ¡para colmo! hasta hay cristianos que quieren ir al Cielo como se estila ahora, como el aprendizaje del inglés...... ¡Sin esfuerzo!



domingo, 20 de julio de 2008

CAÑONES DE CÁDIZ


 
 Cualquier forastero no informado pudiera pensar que los hombres de Cádiz son de por sí guerreros, amantes de la guerra. Y lo digo porque al doblar cualquier esquina se encuentra, marcando el ángulo de las dos calles, un antiguo cañón empotrado.

Y sí que lo somos, y bien, pero, eso sí, sólo si alguien aparece por aquí con no muy buenas intenciones, a darnos la vara. El mismo Napoleón pudo comprobarlo acremente. Desde entonces fue nuestro “vajancia”. Fuimos el único territorio español que no consiguió pisar el francés.

Pero si el que llega mantiene las buenas maneras, entonces el gaditano es el más hospitalario, el más cariñoso y el más servicial. Se diría que cualquiera es de su familia, y lo trata como tal, como a su primo o a su cuñado, con la misma atención y con la misma ausencia de etiqueta. Si pregunta por cualquier sitio le acompaña hasta señalárselo con el dedo, si quiere comprar algo enseguida lo lleva a la tienda de su compadre, que le atenderá de lujo. Si lo que apetece es dormir calentito, pues le encuentra el lugar adecuado. Además cuenta con la ventaja de entenderse en veinte idiomas (por señas)

Pero resulta que Cádiz fue la puerta de entrada de la riqueza americana, y para cualquier pirata, era algo así como el Dorado europeo. Flotas que enarbolaban la bandera negra de los huesos y la calavera, y alguna que otra bandera nacional de países muy envidiosos y con pocos escrúpulos, asediaron, asaltaron y saquearon nuestra ciudad en varias ocasiones. Y hubo que amurallarla y cubrir sus murallas con cañones de artillería.

Así llegó Cádiz a convertirse en una auténtica fortaleza, donde sólo había una puerta para entrar por tierra, La Puerta de Tierra. Por mar era prácticamente impensable. Y gracias a eso, nuestra ciudad mantuvo casi intactas sus edificaciones, sus calles, sus iglesias y sus palacios. Más destruyó luego la piqueta de Don Dinero que todos los que intentaron robarnos las riquezas americanas entrando a saco.

Pero Cádiz dejó, con el tiempo, de ser puerta de las Américas, las Américas dejaron de ser tributarias de nuestro Reino, y la armada y su artillería se modernizaron. Las murallas y sus cañones ya no podían protegerla, y ni falta que hacía. De este modo, las hermosas murallas, poco a poco y hasta hoy, han sido, y son, balcones al mar para delicia de propios y extraños, lugares idóneos para arrojar “la anguá” y colocar la caña de pescar, y diván improvisado para amantes que gustan de amar a la luz de la luna.

Y aquellos cañones que tronaron una y otra vez ofreciendo su fuego a los que, sin el menor rubor, se nos acercaban a robarnos, esos temidos cañones de Cádiz, que ahuyentaron a flotas de las mas variadas banderas, pasaron a cumplir en su jubilación tarea más humilde. Protegieron nuestras esquinas de los golpes de los coches de punto que pululaban nuestras calles y plazas, porque, ya se sabe, siempre han habido locos conduciendo.

Y hoy, cuando me acerco a alguno de ellos, los acaricio con cariño y agradecimiento, consciente de que una vez nos protegieron, salvaron el pellejo de nuestros bisabuelos y las fachadas de nuestras bellas casas e iglesias.

Ahora estás jubilado, hermoso y gallardo cañón, pero mereces bien tu benigno descanso. Y es seguro que tendrás infinitas historias que contar a cualquier gaditano o forastero amante de nuestras cosas que se moleste en preguntarte, como el nieto le pregunta a su canoso y plácido abuelo.

 

viernes, 18 de julio de 2008

ACERCA DEL AMOR Y DE LOS AMANTES




Un famoso filósofo presocrático dejó escrito para la posteridad la indiscutible sentencia siguiente:

“Las vacas no hablan no porque no sepan hablar. No hablan porque no tienen nada que decir”

Hay, en efecto, personas-vacas, que hablan poco o nada sobre el mundo y sobre sí mismos, y, curiosamente, resultan interesantes a los demás, porque las personas habladoras y parlanchinas rápidamente ponen de manifiesto su estupidez. Así que el que no habla queda a salvo de dejar patente la suya.

Pero poco tiempo le dura su prestigio de hombre interesante, porque un día la gente descubre que no hablaba porque, como le pasa a la vaca, simplemente no tenía nada que decir.

En cambio hay otras personas que sí tienen mucho que decir, sobre el mundo y sobre sí mismas, pero no hablan. Al menos sobre las cosas que pueden desvelar su ser interior, sus sentimientos, sus pensamientos, su corazón, en suma.

Esto, lejos de ser anormal, es una actitud muy prudente y sabia. No debemos largarle al primero que llegue todas nuestras opiniones sobre todas las cosas, los sentimientos que tenemos hacia ellas, aquellas cosas en las que creemos, las que anhelamos, las que nos hacen feliz o nos hacen desgraciados. No. Sería una estupidez sin sentido.

Pero en la intimidad de dos almas que comparten, y lo saben, sentimientos, anhelos, pasiones, proyectos vitales, placeres del espíritu y aún del cuerpo, aunque cada uno, llegado un momento, conoce casi plenamente todo de su amante, necesitan ambos obtener la confirmación de su compañero. No es por otra cosa que existen dos palabras que se pronuncian en el planeta quizá varias veces por segundo: Te quiero.

A veces un amante supone que todo debe estar claro para su ser amado, creyendo que su actitud hacia él, su tierna mirada, el brillo de sus ojos, su expresión de dicha, sus caricias, y otras muchas cosas, le demuestran su amor y sus sentimientos. Y de hecho es así. Es muy difícil dudar del amor de una persona.

Pero, aunque sea la forma más imperfecta de comunicarse, no es preciso ser como la vaca. Se pueden explicar los sentimientos, no a todos, pero sí a aquél que los va a entender perfectamente, porque no es otro que otro yo. En estos casos hablar al amante es exactamente igual que hablar con uno mismo.

Los sentimientos son un universo infinito, lleno de matices, de significados, de espíritus que lo pueblan, como infinitos ángeles volando en su interior. Y, aunque nos cueste creerlo, todos los ángeles son diferentes. Todos son ángeles, pero todos son diferentes.

Y muchas veces sabemos, y amamos, el mundo interior de nuestro amante, porque lo sabemos hermoso y tierno, porque una fuerza más grande que nosotros nos impulsa a entrar en él para amarlo, para conocerlo, para intercambiar ángeles y compartir felicidades, que no es otra cosa que buscar el bien de nuestro ser amado.

Pero existe la reserva. ¿Y porqué existe la reserva entre los amantes? ¿Por qué no existe la entrega total, sin condiciones, sin miedos, sin estancias secretas, sin llaves en las cerraduras, con la luz encendida en todas partes?

¿Por qué nos cuesta desnudarnos totalmente, a plena luz, sin ocultar ni siquiera nuestros pliegues más vergonzosos, ni nuestras cicatrices escondidas, ni las manchas más feas de nuestra piel, ni nuestras carencias y nuestros excesos?

Los amantes que se desnudan uno frente a otro, amorosos, valerosamente, como ofrenda a su dios, me resulta la imagen más gloriosa de Eros triunfante.

Pero Eros, aún siendo un dios exigente, creo que nunca, nunca, queda totalmente complacido. Y sabemos que no es agradable dejar a alguien a medias... Y a Eros lo dejamos casi siempre. Por eso creo que los amantes nunca lo son del todo. No hay amantes perfectos porque las barreras de nuestros miedos, nuestras vergüenzas y nuestro pudor lo impiden.

El verdadero amante se muestra como Dios lo trajo al mundo, y más aún, como Dios lo conformó hasta el preciso momento en que se muestra al amado. Sé que no es fácil, pero sé que es la meta. Sólo que para llegar a ella es preciso afrontar y vencer muchas cosas.

¿Y qué cosas?

De momento se me ocurre que lo más fácil es mostrar el cuerpo, porque ello solo conlleva superar el pudor y la vergüenza de no disponer de un cuerpo completamente bello. Pero el cuerpo es quizá lo menos bello de lo que disponemos.

Más difícil y duro es mostrar nuestro corazón, y nuestra mente. Pero, ¿porqué es más difícil?

Para empezar, para mostrar nuestro corazón es preciso abrirlo al amante. El corazón, no obstante, se muestra espontáneamente por la mirada, por la sonrisa, por la risa, por las caricias, físicas o sutiles, por los actos de amor que se realizan en pro de la felicidad del ser amado, y por otras cosas que ahora mismo no se me ocurren. Pero estas muestras son involuntarias e inevitables para el amante. No puede evitarlo, lo muestra así porque ama, y su amor fluye de él mismo hasta su amado. No puede ser de otra manera, y cualquier persona sensible capta ese torrente de amor de va de un amante al otro. No se puede ocultar, salvo a los ciegos de corazón, sean porque lo son o porque les interesa serlos.

Pero estoy hablando del desnudar el corazón de manera voluntaria y consciente. Para ello son precisas otras cosas.

Existen palabras bellas, amorosas, que cualquier amante desea escuchar de los labios de su ser amado, porque para él son como la música celeste, como las más bellas melodías de Eros en su plenitud.

Pero, a veces, muchas dificultades impiden que esas palabras sean pronunciadas, esa música tañida, y esas melodías escritas.

¿Cuáles son los impedimentos, cuáles las dificultades?

Generalmente no conocemos bien nuestros sentimientos, o somos incapaces de admitirlos o reconocerlos. Pueden pasar meses, años, e incluso lustros en darnos cuenta de la calidad y naturaleza de los sentimientos que profesábamos a una persona. Hay tantos sentimientos como ángeles en el cielo, y... todos son diferentes, todos ángeles, pero todos diferentes.

Y llega a tal punto esta dificultad que a veces pasamos toda una vida sin saber exactamente qué sentimos por una persona, y a qué nos obligaría cumplir con Eros al atenernos a la realidad de dicho sentimiento.

Esta es una dificultad.

Otra es que, aún sospechando cual es la naturaleza de nuestros sentimientos, los ocultamos detrás de un tupido velo, no vaya a ser que ello nos impida llevar a cabo nuestra meta útil de ese momento de nuestra vida. Esto es tan común que no precisa explicación más amplia.

Nuestra vida es difícil, lo sabemos, y desenvolverse en ella a veces nos requiere tomar decisiones utilitarias, destinadas, más que a cumplir con nuestros anhelos más auténticos, a suplir carencias que requieren la búsqueda urgente de su satisfacción. Sé bastante de esto, desgraciadamente para mí y para otras personas. Y hay que pagar por ello.

Lamentablemente, nuestra vida es como una novela de suspense, en la que sólo al final se sabe quién es el asesino. Y suele ser al final de nuestra vida, o al menos cerca de ese final, cuando uno descubre los errores cometidos, al asesino, y entonces se lamenta uno de él. Seguramente a lo largo de nuestra vida perseguimos más cubrir carencias que conseguir nuestros anhelos más puros.

No sólo existe en nuestro ser interno el corazón y sus hijos, también existen otros habitantes no menos poderosos e influyentes. La fantasía es uno de ellos.

La fantasía es el bálsamo de Fierabrás que aplicamos a todas nuestras heridas, la que suple nuestras carencias, nuestros anhelos, nuestros sueños, y, resumiendo, todo aquello que no somos y desearíamos ser. Y lo suple como quien riega su huerto con agua de una lluvia que soñó la noche anterior, mientras dormía. Su huerto no germinará, pero si sigue en su fantasía, lo soñará verde y lleno de frutos, aún no habiendo enterrado nunca ninguna semilla.

La fantasía la conforman bellas sirenas de voces hermosas, que nos hacen caer en el sueño más profundo y hermoso. Pero sueño al fin y por lo tanto, humo.

El hombre se sueña a sí mismo, sueña sus actos, sueña sus sentimientos, sueña sus anhelos, sus ideales, sus amores, sus sufrimientos, lo sueña casi absolutamente todo. Y llegado el momento ya le es imposible despertar. Simplemente porque si se despertara del sueño repentinamente y pudiera ver su situación real, probablemente enloquecería.

No es preciso, creo, que aclare que hablo de sueños productos de la fantasía, no de sueños positivos por llamarle de alguna manera. Los sueños que llevan a un hombre al crecimiento de su ser interno son de otra naturaleza. Para ello, debemos ser conscientes no solo de lo anhelado, que ya nos lo pone con hermosos vestidos la fantasía (incluso a veces es preciso no adornarla tanto), sino también del camino que nos lleva de manera real a aquello que tanto anhelamos. Esta doble conciencia, permanente, nos hace dar los pasos necesarios en el camino a nuestro sueño real.

Quizá con un ejemplo me pueda explicar más fácilmente.

Soñamos con ser pianistas. Anhelamos serlo. Lo deseamos vehementemente.

Inmediatamente la fantasía nos presenta su cuadro, bellamente trazado, con multitud de bellos matices y todos los adornos que deseemos. Nos vemos ya rodeados de nuestros amigos más queridos, deslizando suavemente nuestras manos por el teclado, arrancando en notas sublimes el alma de Beethoven o de Chopin, y entregándola a nuestras almas más hermanas, haciéndolos felices, partícipes de la belleza de la música celeste de las esferas...

¿Hay cuadro mejor pintado a nuestros ojos? ¡Cómo disfrutamos viéndonos en ese momento soñado! Pero... no es real. No existe en nosotros ese yo artista sublime. Puede llegar a existir, pero no existe. Es preciso arrancarlo de la piedra.

Escuché una vez que le preguntaron a Miguel Ángel cómo pudo esculpir su David. Contestó sencillamente:

"Tomé la piedra y quité con mi escoplo todo lo que no era David"

Eso es un artista explicando su arte. No necesitaba decir más. Así que el que quiera ser pianista, coja su piedra y quite todo lo que no lo es.

Así que tan necesarios son los sueños para realizar nuestros más íntimos anhelos como nefasta es la fantasía que sobre ellos nos creamos. El que se cree ya poeta no llegará a serlo nunca. El que se sueña ya músico no comprenderá nunca su esencia y el que se cree bueno, nunca verá la cara ni las manos de Dios.


miércoles, 16 de julio de 2008

GRACIAS




Gracias por ser un árbol tan hermoso, por la frescura de tu sombra que
alivia los fuertes calores del verano, por el verde de tu frondosa
copa, por el fuerte y cálido aroma de tus bellas flores, por tu recio
tronco con el que, tras tu viaje de vuelta, se harán cunas donde mecer
nuevos hijos de la tierra, por la fuertes raíces que penetran y abren
la dura roca de nuestra madre, por soportar los fuertes vientos y la
nieve en tus ramas, por dar amoroso cobijo a los pequeños pájaros en
tránsito por los aires, del sur al norte y del norte al sur, por la
alquimia de, con el solo alimento del sol y la tierra, dar vida a ser
tan grande y tan bello.


miércoles, 9 de julio de 2008

UN PASEO POR CADIZ


Os ofrezco hoy un paseo por el casco histórico de mi querida ciudad. Que lo disfrutéis...



lunes, 7 de julio de 2008

CÁDIZ, MAR Y LAVA




He conocido a muchos forasteros que, tras unas semanas respirando inmersos en la sal y la luz de nuestras calles, me han comentado sorprendidos y enamorados: “Siempre voy oliendo a mar... siento... como si estuviera andando por las rocas de La Caleta, como rompiendo con dulzura el camino blanco de su orilla...”

Y, como siempre nos ocurre, el forastero enamorado nos enseña facetas de nuestra tierra en las que nunca reparamos, como un amante apasionado repararía en los lunares escondidos de nuestra propia mujer, o en el brillo encendido de sus ojos, que miramos durante años pero que nunca descubrimos...

El forastero mira nuestra pequeña isla con el gozo fresco del primer amante, mientras nosotros la vemos como nuestra amada de toda nuestra vida, con el amor manso y profundo de una larga compañía.

Y yo, tras meditar un rato sus palabras, acerté a descifrar sus impresiones.

Creo que esta ciudad, si te fijas, solo es mar... y lava, le dije. En esta calle por la que paseamos, o en cualquier otra, solo pisarás granito, y solo te rodearán edificios cuyos viejos muros guardan infinitas almas de infinitos compañeros de camino. Mira esas piedras. Dentro de ella aún respiran ostiones, almejas, lapas, caracolas, burgaíllos, erizos, cañaíllas, y un sinnúmero de viejos marinos gaditanos con sus barcas varadas para siempre.



Esas piedras son solo mar, y el suelo que pisas es solo lava.


¿A qué otra cosa podríamos oler? Como en el pequeño pueblo castellano hueles a era, a trigal y a paja, y en las tierras de Jerez hueles a mosto nuevo, a uva y a lagar, aquí el mar nos penetra... está hundido en nuestra carne, en nuestra casa... en nuestra alma.

Vi que sonreía, y vi que entendía mis palabras, pero, más que eso, sentía su comunión con el alma de mis calles... su comunión con la mar.

El sol y la mar. ¿Es Dios algo más que el sol y la mar? -le dije. Si por algo nuestra tierra está bendita no dudes que se debe a esa presencia cierta pero invisible. Seguramente a eso debemos nuestro carácter, nuestra risa y nuestra fe. ¿Te han dicho alguna vez que el sol no haya salido a su hora, que la marea no haya subido cuando debía?

Siéntate en cualquier esquina y pregúntale a la mar, por ti o por tu vida. Siempre te dirá, como una madre vieja, como una nodriza generosa, que Poseidón es muy, muy antiguo... No pierdas la fe, espera sólo mil años más.


viernes, 4 de julio de 2008

CREDO




A mi ángel guardián,

Que como escudo de cristal me protege de lo negro.
Que siempre delante de mí me lleva por caminos seguros.
Que en mi silencio me susurra al oído las palabras del cielo.
Que dirige mi mirada donde la divina belleza se esconde, diciéndome: “mira”
Que en mi quietud me muestra las almas tras las ventanas abiertas de mis amados.
Que inmerso en mis miedos me hace libre.

Gracias.

De mi ángel guardián,

Cuyo rostro difumina mis andares rastreros.
Al que, en mi bullicio, apagado mi silencio, dejo de escuchar.
A quien, en el remolino del negro vacío, niego su compañía.
Del que, en mi estupidez, dudo de su voz y de sus palabras, tenues pero claras.
Al que reprocho con desesperación su aparente desamparo, y así lo entristezco.
Al que pido, insensato, ande mi camino y elimine los rastrojos que hacen sangrar mis pies, mis manos y mi corazón.
Del que requiero injusto me levante de la necesaria caída.

Perdón



A mi musa celeste,

De la que recibo el aliento para diseminar la belleza, semillas voladoras, a la tierra fecunda de mis hermanos.
La que mueve mis manos, mi garganta, mi mirada y mi oído, en mis actos sagrados.
La que, como el viento suave pero firme, levanta mis alas a las alturas.
La que arranca mis pies del barro para seguir mi senda, sea de flores o de espinos.
La que hace retoñar las ramas secas de mi alma.
La dueña de mis flores y de mis frutos.
La que pone mi corazón en el fuego abrasador que lo purifica.
La que con su pequeño violín hace vibrar lejanas melodías cuyas notas aguzan mi oído y silencian mi ser pequeño.

Gracias

De mi musa celeste,

De quien, en mis lugares oscuros, niego su mirada, dándola al no ser de mi fantasía.
La que, invisibles a veces a mi alma, acuso de enterrar los espacios celestes que ansío.
A la que, en mis días estériles, reclamo y exijo ver su invisible faz.
La que, como Abraxas, da a luz en mi alma los mellizos irreconciliables del amor y del odio.
A la que, en mi egoísmo, considero sólo mía, servidora de todo amante de la belleza y la pureza.

Perdón


jueves, 3 de julio de 2008

REPETICIÓN



“Si quieres resultados distintos no hagas siempre las mismas cosas”
Einstein


He escuchado en varias ocasiones que en la repetición con conciencia está el secreto de la maestría, una enseñanza de origen egipcio.

Es algo de lo que lo que hoy estamos faltos, ya que a la repetición de los mismos actos se le llama rutina. Pero deberíamos entender que la rutina consiste en la repetición automática, es decir, sin estar presente la conciencia.

Normalmente odiamos repetir las mismas cosas una y otra vez, un día tras otro, por lo que este tipo de trabajo lo consideramos degradante y embrutecedor. Pero, sigo insistiendo, es así solo en el caso de que lo hagamos sin conciencia de lo que estamos haciendo.

Pongamos algunos ejemplos.

¿Cuántas veces ejecutará al piano cualquier intérprete la misma pieza?
¿Cuántas veces hará una paella un buen cocinero?
¿Cuántas veces escribió “El Profeta” Khalil Gibran?
¿Cuántas veces se repite un ritual sagrado?
¿Cuántas veces hago yo la cama a lo largo del año?
¿Cuántas veces se le cambia un pañal a un bebé?
¿Cuántas veces barremos, o fregamos, el suelo?
¿Cuántas veces hace un carpintero la misma operación?
¿Cuántas veces ha de repetir un actor de cine o teatro la misma escena?

Podéis encontrar miles de ejemplos. Pero es preciso reflexionar un poco sobre el asunto de la repetición.

Si la repetición se realiza de manera mecánica, es decir, sin la intervención de la conciencia y sin amor, el trabajo se convierte en algo monótono, rutinario y efectivamente esclavizante y embrutecedor. Pero esto no es una propiedad del trabajo en sí, sino del trabajador. Lo mismo se puede hacer de maneras muy diferentes. Y si la persona no pone en ello conciencia y amor el resultado es el que acabamos de explicar.

La pieza de piano será siempre la misma, siempre le faltará alma.
La paella no mejorará y siempre estará igual de mala, porque siempre se hizo de la misma manera. Nunca llegará a ser una paella “magistral”
Etc., etc.

Pero si la repetición se realiza consciente y amorosamente, ocurre algo mágico. La paella cada vez es mejor, cada vez está más en su punto, la obra de piano cada vez expresará más y mejor el alma del compositor.
Etc., etc.

Y esto ¿por qué ocurre? Pues porque se establece una relación anímica entre el obrador y la obra, así que llegan a formar una sola cosa, con lo que el alma del obrador se infunde en la obra, o, dicho de otra manera, la obra se impregna del alma del obrador.

Esto, evidentemente, no es cuestión de realizar la obra una sola vez. Son precisas muchas, muchas repeticiones, pero en las condiciones expuestas.

De esta manera el obrador perfecciona la obra. Y la obra perfecciona al obrador.

En esto radica la magia.


miércoles, 2 de julio de 2008

CALLES DE CÁDIZ



Un prestigioso arquitecto y urbanista vivió en nuestra ciudad durante una larga temporada. Visitó monumentos, paseó por calles y plazas, anduvo por playas y parques, para su deleite y, miel sobre hojuelas, en el interés propio de su profesión. Tuvo tiempo para absorber como una esponja el alma de Cádiz, para valorar su sabor acre y recio, dulce y marinero.

Cuando al fin se dispuso a marchar a su lugar de origen, alguien le preguntó en una reunión qué tal le había parecido la ciudad. Contestó de forma ingeniosa y sorprendente a todos los reunidos:

He visto -dijo- muchas ciudades a lo largo y ancho del mundo, pero nunca había conocido ninguna con aire acondicionado.

Esta breve anécdota ilustra con agudeza y veracidad una de las más peculiares características de nuestra antigua ciudad, evidentemente sólo de su casco histórico. Y cualquier habitante de aquí sabe que es exacto. Cádiz está sujeta a dos vientos dominantes, el viento de Levante y el de Poniente (líbrenos Dios de los otros dos). El Levante es seco y caluroso, como viento que antes de llegar ha besado en demasía las arenas del desierto africano. El Poniente es fresco y húmedo, como corresponde a un viento marino, atlántico. El primero sopla con fuerza desaforada, desgarradora, es violento e inhumano. El segundo es más suave y dulce, aunque a veces en invierno, y en alianza con el del sur, puede sumir la ciudad en un temporal horrendo de lluvias torrenciales y vientos huracanados.

Pero así es necesario. Cádiz es una isla unida por un hilo, como una cometa, al resto de las tierras que la rodean, y las insalubres humedades del viento del mar son eliminadas cada poco por el seco viento de Levante. De otra manera los hombres de Cádiz estaríamos permanentemente cubiertos de verdín y nuestras articulaciones harían siempre ruido por estar totalmente oxidadas. Y si, por el contrario, continuamente nos acompañara el Levante fuerte, viviríamos en un lugar tan inhóspito como el Sáhara, hubiéramos muerto abrasados y deshidratados, y casi no conoceríamos nuestras playas, por ser imposible transitar por ellas. Así que el Poniente es el encargado de suavizar las cosas y hacer habitable otra vez nuestra isla. Y viceversa.

Así, Cádiz es una ciudad con aire acondicionado, y como se diría hoy, también con “bomba de calor”. Cuando hace mucho calor, la ciudad refresca, y cuando arrecia el frío, la ciudad abriga. Misterioso, pero cierto.

Leemos a menudo en las noticias que en tal o cual ciudad, con motivo de una manifestación o algún otro acontecimiento, ha sido cortada la calle tal o la calle cual. Pues en Cádiz, una solo familia, sin necesidad de serlo numerosa, puede cortar una calle al tráfico rodado e incluso al de personas o semovientes. Y si les queda alguna duda, observen la foto que incluyo en el comienzo de este artículo. ¿Es cierto o no? La calle es justo la anchura de un carro, de tracción animal o mecánica, sumada a la de dos aceras, cada una de la anchura de una persona.

Estas “espaciosas” aceras motivaron la costumbre, quizá única en Cádiz, de la norma básica de educación callejera consistente en utilizar siempre la acera de la mano derecha, con lo que el único problema es “adelantar” al lentillo que va delante de uno. Y también a la galante y generosa costumbre de “ceder la acera” a damas, personas ancianas o inválidas, señoras en estado y, hace más tiempo, a componentes del clero, curas o monjas.

Hay que apuntar que ambas costumbres, como tantas otras, se han perdido entre la gente nueva, que no ceden la acera ni siquiera a una abuela de 90 años, paralítica y embarazada.

Los edificios, de una uniformidad arquitectónica sorprendente en toda la ciudad, son altos para la época de su construcción, compuestos casi siempre por piso bajo y dos superiores, disponiendo a veces de una entreplanta antes de llegar al primero. Cádiz, ciudad de comerciantes en la época de su esplendor, estaba estructurada para ello. Así, la planta baja era dedicada a almacenes de mercaderías, a los carruajes y a sus animales de tiro. La primera era la casa de los señores propietarios, la planta noble, de mayor altura y belleza, y la segunda al personal de servicio. A veces, la entreplanta citada antes alojaba las oficinas del armador, el consignatario o el comerciante. En las dos primeras profesiones, lo más usual era que una torre mirador coronara el edificio, vigilante de la llegada de los buques con la antelación necesaria.

El gaditano se asoma a sus balcones o cierros, y la calle, antes que ser un lugar extraño o lejano, viene a componer parte de su casa, como si patio propio fuera. No resulta chocante ver, en las calurosas calmas del verano, a sus habitantes plácidamente tomando el fresquito en su casapuerta. Claro que si el lector no conoce nuestra ciudad, será necesario aclararle algunos de los términos citados. En Cádiz, los “cierros” son balcones cubierto de las inclemencias del tiempo por finas y esbeltas puertas de bellas cristaleras, a veces de un trabajado vidrio curvo.

Y “la casapuerta” es la entrada a la vivienda, cerrada al exterior por recias puertas, generalmente de caoba, madera en tiempos del comercio con las Indias muy abundante y poco valorada en Cádiz. Se dedicaba, pues, por su dureza e inalterabilidad, a cerramientos externos, siendo en cambio las interiores de madera de pino.

Cádiz, como ciudad de arribo de cientos y cientos de barcos cargados de mercancías de todo tipo procedente de las Américas, era igualmente ciudad origen suministradora de toda clase de productos “ultramarinos”, nombre con el que aún se conocen los establecimientos, hoy ya escasos, de alimentación al por menor.

Tabacos, licores, cafés, metales nobles, maderas de caoba y otras exóticas, mármoles, y, en fin, cualquier clase de artículo de valor, pasaban por nuestra ciudad, de la mar a la tierra firme.

Por ello, como puerto estratégico desde el punto de vista mercantil y militar, fue amurallada en su totalidad, convirtiéndose en inexpugnable. Ciudad con solo dos puertas, la del Mar y la de Tierra, ambas pequeñas y protegidas, al amparo de la codicia de ejércitos, piratas y aventureros.

Cádiz, ciudad donde todas las calles llevan al mar, donde Poseidón es marino y jardinero, donde las casas son barcos y los barcos son casas, donde vienen a cuento aquellos hermosos versos que dicen:

Érase de un marinero
Que hizo un jardín en la mar
Y se metió a jardinero
Estaba el jardín el flor
Y el marinero se fue
Por esos mares de Dios...


martes, 1 de julio de 2008

SOMOS


 

Somos, como dijo Falla a su amigo,
fantasmas del pasado en un mundo de muertos.

Sí, añado yo,
fantasmas de carne y hueso.
Somos seres del pasado
que venimos a gritar y a despertar a los muertos.

Somos hermanos de Juan el Bautista,
voz que clama en el desierto,
como león que ruge en la sabana,
como lobo que aúlla en la noche,
como gallo que canta en la mañana.

Somos un grito ancestral,
voz fuerte y celeste,
que como Jesús,
hará despertar nuevamente a Lázaro,
y lo hará vivir de nuevo.

Somos pocos,
pero la levadura es poca también,
y levanta, y fermenta toda la masa inerte
de harina, de sal y de agua.

Somos, en la metáfora del maestro,
los que hacemos sonar el clarín,
clarín que despierta a los dormidos,
que saca del sueño a las almas.

Somos como tigres,
que acechan en lo profundo del bosque.
Como serpientes
que surcan con cuidado el follaje,
y se aprestan a despertar del sueño a los durmientes.

Somos como el rayo, como el trueno,
que enciende cegadora luz en la noche
y en su bramido arranca el temor
de los pusilánimes.

Somos como torrente
que arrasa las tierras resecas,
como olas de la mar terrible,
que rompe en espumas,
como viento furioso
que abate las hojas secas.

Como sol cegador,
como fuego terrible,
que ardiente levanta
la piel sudorosa.

Y no habrá nada, ni nadie
que pueda seguir en su sueño,
en su trinchera acogido,
en su comodidad recostado.

No vinimos a traer paz,
trajimos la espada.
E igual que Jesús,
arrojó del templo sagrado
los sucios tenderos
con su látigo justo,
así lo haremos también.

Pronto, luego, o más tarde,
mas no lo dudéis.
Así será.
Está escrito.