lunes, 29 de febrero de 2016

LUZ Y ENVIDIA



Refugiado en mi pequeño lugar, casi inmóvil,
miraba las cascadas de luz que surgían de lo alto.
La veía robar destellos dorados,
plateados y cobrizos.
Miraba hechizado los brillos en su movimiento,
en su armonía.
Y todo envuelto en una música suprema.

Los trombones de oro,
la plata en las flautas.
Negro carbón de los oboes,
la pesada tuba y los clarinetes
y las trompetas.

Todos entrelazados en el fino papel.
Todos llevados del brazo de la delgada batuta.
Unos hablaban, otros contestaban.
Todos reían, todos lloraban.

No, no eres tú mi cantar,
no puedo cantar ni quiero
a ese Jesús del madero
sino al que anduvo en la mar.

Cantaban... cantaban llenando el aire,
robándome el aliento,
abriéndome el pecho,
moviendo mi corazón.

Un pequeño de pelo dorado
apresó mi mirada.
apenas mi hijo,
...casi mi padre.

Una trompeta en sus manos
vibraba el espacio.
Más grande que sus manos,
más pequeña que su alma.

Miré la batuta.
Abría en el aire,
dibujando los pasos,
la marcha solemne,
los ritmos sagrados.

Cuatro por cuatro,
repetía insistente.
... Su padre murió,
días atrás acaso.


Sus ojos brillaban,
su cara encendida...
Envidié su alma...
Envidié su vida.





Dedicado a mi director musical, en una  noche, entre las bambalinas del Teatro Falla, a los pocos días de la muerte de su padre.




martes, 23 de febrero de 2016

DISCERNIMIENTO


El Ave Kalahansa es, en uno de sus aspectos, símbolo del discernimiento. Se decía que cuando bebía agua mezclada con leche era capaz de tomar solo la leche y desechar el agua.

El alma de la palabra discernir la podemos encontrar en su etimología latina, del verbo discernere, cuyo significado es: “distinguir una cosa de otra por la diferencia que hay entre ellas”.

En esta ocupación me parece que pasamos ocupados la totalidad de nuestra vida. La empleamos continuamente en nuestro esfuerzo de separar lo auténtico de lo falso, lo bueno de lo malo, lo luminoso de lo oscuro, y separar todas las mezclas que, inevitablemente se nos presentan los hechos, a veces tan íntimas como el agua y la leche. Nos va en ello todo nuestro avance y progreso en la difícil tarea de distinguir lo real de las apariencias, de llegar a conocer la diferencia en nosotros entre lo que somos y lo que creemos ser, de conseguir ver las leyes que nos mueven, que, como nos indica la analogía, son las mismas que mueven la Naturaleza y el Universo.

Pensemos un poco en nuestro propio cuerpo y sus órganos.

El sistema digestivo es capaz de aprovechar lo que realmente necesitamos de los alimentos que ingerimos, desechando todo aquello que es inútil, innecesario o perjudicial. Y lo hace por esta virtud del discernimiento.

El sistema respiratorio toma aquellos gases que nos son beneficiosos y desecha aquellos que son perniciosos o inútiles.

El sistema renal depura los líquidos presentes en nuestro organismo, tomando los que nos interesan y apartando de nosotros aquellos tóxicos o sobrantes.

El sistema circulatorio dispone de sistemas de defensa, los leucocitos y plaquetas, con el fin de mantener pura nuestra sangre y eliminar todo aquella escoria que por haberse introducido en su torrente, nos pueden dañar.

Nuestro sistema glandular mantiene la armonía y el equilibrio en el funcionamiento de todo nuestro cuerpo, en servicio a nuestra misión corporal, desde el nacimiento a la muerte, disponiendo adecuadamente en cada instante las proporciones correctas de vertido de sustancias necesarias para nuestra sobrevivencia y nuestra reproducción.

Y así, uno por uno, todos, por virtud del discernimiento, mantienen el increíble y milagroso mantenimiento de la vida.

Pero esta virtud, ley universal, no solo podemos observarla en nuestro cuerpo físico o en el de cualquier ser vivo, sea un átomo, un mineral, una ameba, un vegetal, un animal, un ser humano, un astro o una galaxia o cualquier manifestación de la que tengamos conciencia. En verdad, todo lo existente dispone de vida, está vivo, y usa continuamente de discernimiento.

Si pensamos en el ser humano, no solo necesita de esta herramienta para mantenerse vivo. A poco que observemos las cualidades del hombre distinguiremos en nosotros otros aspectos de la vida que no son medibles ni pesables. Somos conscientes de nuestras sensaciones, nuestras emociones, nuestros sentimientos, nuestro pensar y, como no, nuestra capacidad de discernir.

Y en estos asuntos es donde nos resulta más importante y más difícil manejarse con el discernimiento, porque nuestro físico actúa automáticamente. No necesitamos estar pendientes de que nuestros pulmones funciones ni que el corazón lata. Es un mecanismo perfecto que funciona por sí solo y resulta algo maravilloso pensarlo. Una vez, en una tertulia científica a la que asistí, el ponente nos planteó que podríamos morir por el fallo de cualquier sistema de los muchos que tiene el cuerpo humano, y que, por lo tanto, resultaba milagroso que estuviéramos vivos. No nos imaginamos la asombrosa manera en la que nuestro cuerpo gobierna con precisión de relojero suizo la enorme complejidad que supone mantenerlo vivo. En suma, es un perfecto instrumento y su funcionamiento es automático.

Pero nuestros aspectos emocional y mental son cuestiones diferentes.

Estas potencialidades humanas, cuando no carecen de dirección ni de control tienen “autonomía propia” para funcionar. En la mayoría de ocasiones funcionan así, sentimos y pensamos lo que aleatoriamente llega a nuestro interior, sin preocuparnos demasiado qué sentimos ni qué pensamos, ni si nos conviene dejarlas entrar, aceptarlas y considerarlas o bien tratar de eliminarlas o de ignorarlas por inútiles o dañinas.

Hubo un tiempo que yo viví de joven en que esta actitud estuvo de moda, y se le llamaba “fluir”. Consistía en admitir como correcto toda emoción o sentimiento y todo pensamiento que de forma “natural y espontáneo” acudía a nuestro interior. Esto convirtió en un desastre a muchas personas que se abandonaros a esta actitud y terminaron en un nihilismo total. Estaban a merced de lo que surgía, sin discriminación alguna. No se planteaban ninguna meta ni ningún camino y sus vidas eran parecidas a un navío a la deriva. Cualquier cosa que llegaba a su mente o a su corazón era inmediatamente admitida. Pero… con esta especie de “barra libre” se le colaban cualquier tipo de cosas, muchas contradictorias entre sí o directamente contrarias. Sin ningún tipo de educación propia ni emocional ni mental,  llegaban a no convencerles nada, ya que nada hacían por progresar hacia el bien para sí propio. Sus actos dependían siempre de impulsos exteriores o, aún peor, de raíces instintivas.

Todo ello se produjo por la ausencia del filtro del discernimiento, virtud que cuando desarrollamos, nos hace distinguir entre aquello que nos hace bien y aquello que nos hace mal.

Hoy en día estamos muy preocupados en qué hace bien a nuestro cuerpo y qué hace mal. Hay dietas que evitan ciertos alimentos y recomiendan otros, hay que tomar antioxidantes, o ser vegetarianos, o también veganos, ect.  Pero ¿quién cuida de los alimentos de nuestro sentir y nuestro pensar? Una de tres, o creemos que no hay que cuidarlos, o ni siquiera nos planteamos que podamos hacerlo o creemos que es un intento difícil y de escaso valor. ¿Es que lo que sentimos, lo que nos apasiona, lo que pensamos, las ideas que circulan por nuestra cabeza no tienen la mayor importancia? Pues para información de los que “fluyen”, cada vez la medicina acepta más y más que prácticamente todas las enfermedades surgen en los niveles emocional y mental del ser humano. Aunque sólo fuera para conservar la salud ya sería importante. Pero no solo eso es por lo que debemos emprender la ordenación de esos planos de nuestra naturaleza. Cualquier ser humano que pretenda iniciar un camino hacia una meta del tipo que sea ha de hacerlo. De otra manera, las energías de que naturalmente dispone se diluirían en un caos sin sentido, orden ni fin.

Se dice que el temperamento nace con nosotros, pero que el carácter se forja a lo largo de la vida. La cuestión pues es forjar el carácter. ¿Y cómo se hace eso? Para empezar, forjando la herramienta del discernimiento. Será necesaria. Y luego… ya lo hablaremos otro día.


lunes, 15 de febrero de 2016

RUIDOS





Sorprendentemente, todos vivimos inmersos en el ruido. ¿Es que nos gusta? ¿O es que lo necesitamos?

Seguramente es lo segundo. El ruido es muy eficaz para impedirnos escuchar. Escucharnos. Por eso nunca escuchamos lo importante. Por eso nunca escuchamos lo que en verdad nos importa. Porque nuestro hablante es silencioso, y más que hablar, susurra. Y no se puede escuchar un susurro en medio del ruido.

Y porque tememos el silencio buscamos el ruido. De un motor, de un televisor, de una multitud, de un partido de fútbol, de una fiesta, de una reunión, de una radio, de lo que haga falta… con tal de esquivar la inseguridad del silencio.

Y, poco a poco, el hablante se cansa, y ya no dice nada. ¿Para qué? No estamos dispuestos a escucharle, no nos interesa lo que nos dice, nos incomoda, puede plantearnos cosas difíciles, puede pedirnos explicaciones, puede acuciarnos a tomar senderos complicados y escarpados… en fin, puede poner en peligro nuestra “comodidad”.

La aceptación del silencio quizá sea el primer paso para encontrar la puerta del camino, de la senda… la escondida senda por donde han ido…