domingo, 28 de septiembre de 2014

¡CARACOLES!
















A todos nos es muy familiar la exclamación española de ¡caracoles! Yo nunca había intuido su significado, claro que tampoco nunca me había propuesto cocinar caracoles.

Un día estuvo en casa una amiga, la que, entusiasmada, nos dio una emotiva conferencia sobre la facultad restauradora de la piel que dicen que posee la baba de caracol, de la que ella, por experiencia, podía dar fe. De todos los fluidos de consistencia mucosa producidos por la naturaleza, ya sean de origen vegetal o animal, éste era el mejor con diferencia. Al parecer ya pasó la moda del aloe vera. La baba de caracol es muchísimo mejor para la piel.

Y también hace unos días degusté con sumo placer un tazón de caracoles que hizo, pura alquimia natural, otra amiga, experta cocinera, al parecer, de origen genético. Yo soy un amante (o lo era) de estos bichos curiosos, a los que las mujeres ponen de símbolo del hombre y los hombres de las mujeres. Con el caldo tradicional, con el caldo cordobés, con la salsa tomatera… en fin, de cualquier manera. Primero los bichos, y luego el caldo, y si es con salsa… a mojar pan.

Y resulta que hoy, que fui a la plaza a buscar a alguien a quien debía dinero, para pagarle (quien paga descansa, y quien cobra más), me topé en la puerta con un puesto de caracoles (al natural). Y caí estúpidamente en la tentación.
- Deme un kilo, y los avíos.
- Son 2,50 más los avíos, 3,50
- Muy bien, póngalos.

Me fui a casa, contento, imaginando la hermosa olla que prepararía, para mí y para mis amigos que, al igual que yo, son amantes de su exquisito paladar. Herencia francesa, debe ser, supongo. L’escargots… oh, la, la, l’escargots! Pero al fin y al cabo tampoco tengo tantos apellidos franceses, creo recordar que solo uno. En realidad me deberían gustar mucho más las pizzas, tengo varios italianos…

Cuando llegué no había comido aún. La comida la estaba preparando mi mujer, la que, cuando vio la bolsa de caracoles, adivinando mis intenciones, me espetó agriamente:

¡Eres un asesino en masa!
¿Todos esos caracoles vas a exterminar? y ¡vivos!
¡No voy a consentir tal caracolicidio en mi casa!

A pesar de recordarle a los pobres cerditos, a los pobres pollitos, a las pobres terneritas y demás bichos comestibles cuya carne pasa día a día por nuestro gaznate, no la pude desanimar de la imputación que me hacía de exterminador de animales.

Tras recordarle que el asesinato no se iba a producir en su casa, sino también en la mía, y que, tras hacerlo, pediría perdón a Buda y a Francisco de Asís, asumiendo la culpa y la penitencia que me impusieran, me dispuse a empezar con mi tarea.

Antes que nada, por supuesto, llamé a mi amiga la experta en cocina, y le pedí instrucciones. Para empezar –me dijo- tienes que lavar los caracoles repetidas veces hasta que no tengan nada de baba. ¿Con Fairy? –pregunté yo-. No, hombre no, con agua solo, pero tienes que hacerlo muchas veces, y continuamente cambiando el agua, hasta que ya no salga espuma. Cuando estén completamente limpios ya puedes matarlos y luego cocinarlos. Matarlos… ¿uno a uno? –pregunté- No seas idiota, los pones en agua a fuego lento y se van muriendo. En este punto me puse a pensar que Mari Luz tenía razón. No era asesinato, era tortura. Me pensé a mí mismo sometido al mismo tormento y un escalofrío recorrió mi espalda.
-Bueno, bien, gracias, empezaré por lo del lavado. Si consigo conservar intacta mi conciencia durante la hora del lavado, los mataré. Pero que conste que me lo has dicho tú. Y si alguien me pregunta diré que tú eres la culpable-
Y me puse a lavarlos.

Al principio bien. Los frotaba, los frotaba, dentro del agua, y yo diría que a los bichos le gustaba. ¿Y a quién no, pensé yo? Un bañito con suave masajeo, en agua fresca y limpia. ¿No querréis que os ponga desodorante cuando termine, supongo? –les pregunté en voz baja- Hasta ahí podríamos llegar.

Cuando acababa de ducharlos por decimoquinta vez, ya un poco mosqueado, era ya la hora de comer. Así que les quité el agua, y les di un descanso hasta después. Portaros bien –les dije- y no hacer más baba, por favor… y mucho menos se os ocurra cagaros… por lo menos hasta que vuelva.

Era ya por la tarde, después de la siesta, y fui a verlos. No, no se habían portado bien. A pesar de que, según las instrucciones, había frotado un limón por el borde de la olla para que nos se salieran, no habían parado en barras. Estaban por todos sitios, por la encimera, por el paño, por las esquinas, y lo que es peor, comiéndose el jamón. ¡Por favor! ¡El jamón es de Guijuelo! Pues por eso, ¡qué te crees! –pensé que me respondían-
Apresuradamente, comencé a llevarlos al redil otra vez, maldiciendo su atrevimiento. No había tomado café, y tenía todavía la neurona espesa. Pero decidí que había que coger al toro por los cuernos, mejor dicho a los caracoles. Así que, antes de salir a lo del café, los dejaría limpios. Como fuera.

Tras otros quince lavados, los puñeteros caracoles aún seguían babeando. Para mí que estaban hechos exclusivamente de baba, o al menos en un gran porcentaje. Pero yo, impertérrito, impasible el ademán, continué y continué. Cuando miré distraídamente el reloj eran ya las nueve menos cuarto. Y, considerando la total desaparición de baba como un asunto imposible, ya que me di cuenta que eran mucho más rápidos fabricándola que yo eliminándola, los consideré con la baba mínima para mis facultades, y me fui a tomar café, eso sí, después de pasar el limón otra vez por el filo de la olla. Quien sabe, quizá esta vez tenga efecto, deben estar muy debilitados o por lo menos mareados –pensé-

Una vez que subí, con la neurona ya más dócil, decidí que era el momento de vengarme, sometiéndolos a una muerte lenta. Y tras el permiso de la autoridad, me dispuse al tormento. A la olla, y a fuego lento. Y ahora, si persistís en vuestra contumacia, seguid babeando. Sospeché por un momento que, aún después de muertos, seguirían babeando. Pero me tranquilicé pensando que no hay bicho viviente que haga nada siendo difunto.

Una vez cadáveres, eliminé la baba que expulsaron en su agonía. Normal, pensé. Cualquiera lo haría, quizá hasta yo mismo en tales circunstancias. Y tras colarlos por vigésimo quinta vez, los eché al caldo de especies preparado al efecto. ¡A hervir, y a poneros en su punto!
¡Caso omiso! El caldo era un líquido filante, bastaba meter la cuchara de madera y luego sacarla para comprobarlo.

Me sentía vencido. Vencido por unos bichos cornudos y babeantes. Era inaudito. Yo ¡el rey de la creación, vencido por un animal insignificante!
Puse el fuego más fuerte. ¡Anda! ¡Seguid babeando, anda! ¿Os creéis muy listos eh? Cuando volví a la calma, pensé en que quizá pudieran ser comidos por alguien que no conociera la triste historia. Pensé –ojos que no ven, corazón que no siente- Así que decidí que, en venganza, se los daría a probar a mi amiga consejera, que era después de todo la culpable de mi tragedia. Si no decía nada… ¡adelante!, invitaría a todo el mundo, y yo, para evitar tomar aquél ungüento baboso, haría playback moviendo la boca como si comiera. Después de todo canto en un coro, y estoy acostumbrado a hacerlo.



jueves, 25 de septiembre de 2014

LO EXCELSO Y LO VULGAR

Un hombre es lo que come.

Muchas veces me he preguntado cuál era “el secreto”, o la “fórmula”, o “la receta” que poseían, y que poseen, los grandes hombres, ya sea en las artes, en las ciencias o en cualquier otra actividad noble del ser humano.

Hace unos días me vino a la mente la frase que he colocado al principio, porque creo que ahí está la clave. Un hombre es lo que come. Si come basura se convertirá en un basurero. Si come vulgaridades se convertirá en un ser vulgar, y si come alimentos excelsos se convertirá en excelso.

En mi opinión esto es así porque el cuerpo interior del hombre va creciendo con los alimentos que consume. Y de tales mimbres… ya se sabe. Una casa construida con ladrillos de mala calidad podrá ser bonita, pero… pronto perderá su belleza e incluso su estabilidad. Se ajará como algo efímero muy pronto.

En el plano material lo entendemos y lo aceptamos muy fácilmente. Todo el mundo lo sabe y lo puede ver día a día. Pero… ¿y en otros planos?

Llegamos quizá hasta lo vital, la salud. Entendemos que quien se cuida adecuadamente goza de buena salud. Aunque en nuestra cultura pretendamos estar sanos sin hacer lo necesario para estarlo, y aún haciendo justamente lo contrario que demanda nuestro sentido común en este asunto. El resultado es que un gran porcentaje de los enfermos de algo lo son por tratar inadecuadamente, si no salvajemente, su cuerpo y su vitalidad.

Cuando subimos a otros planos, el asunto se vuelve tan difuso que ya no vemos en absoluto ninguna conexión entre lo que comemos con los resultados que producimos en estos planos superiores o más sutiles de nuestra naturaleza.

¿De qué alimentamos nuestra psiquis, es decir, nuestras emociones, nuestros sentimientos, en suma, nuestro plano emocional? ¿De qué clase de ideas, más positivas o más negativas, más entusiastas o más pesimistas, más alegres o más amargas, más nobles o más vulgares alimentamos nuestra mente?

No hablemos ya de los planos del espíritu, mundo casi desconocido, aunque intuido, de todo ser humano que se pueda llamar tal.

Pues puedo afirmar que lo que se nos ofrece para comer en los grandes medios de comunicación de masas es basura, cuando no veneno. Cualquier espíritu crítico, en uso del más elemental sentido común, advertirá que no se nos ofrece nada que pueda considerarse excelso, sino más bien vulgar. Quien se haya preocupado, aunque solo sea unos minutos, de hacer “zapping” examinando con criterio propio y un mínimo discernimiento las distintas cadenas, dudo que haya encontrado algo que se aparte de lo vulgar, de lo mezquino y de lo aberrante, salvo bellísimas excepciones.

Teniendo en cuenta lo que expongo, es resultado de sentido común la calidad de los contenidos que pueden albergar en su psiquis nuestros contemporáneos, que no coetáneos.

Comer sin ton ni son cualquier cosa que se nos ponga por delante nos lleva a construir un ser interior semejante a lo que nos dan de comer. Zombis, monstruos, desquiciados o, en el mejor de los casos, necios. Y quien se extrañe de la cosecha que piense por un momento qué semilla se sembró. De cada clase de semilla nace una clase de planta semejante. Del trigo, trigo, de la cizaña, cizaña.

Así, en nuestros oscuros tiempos, la poesía ha sido ocupada por los “cantautores”, la música por los “roqueros”, la literatura por los “raperos”, la pintura por los comics y los graffitis , el buen teatro por el cine, la escultura por absurdos mamotretos que solo entiende su “creador”, la arquitectura por rarezas originales pero de mal gusto, la belleza interior por la epidermis, la óperas se han convertido en “óperas rock”, los conciertos son ahora de cantantes de medio pelo, la danza por coreografías absurdas que suscitan los instintos más bajos, la política por la demagogia, la amistad se hace por el chat, la comunicación entre personas por email, el cariño y el amor se identifican con el sexo, el dar se olvida y solo se espera recibir, la entrega se olvida y se fomenta el egoísmo, y a cambio de hermandad se fomenta el separatismo y el enfrentamiento.

En lugar de apoyo, ayuda y hospitalidad entre los seres humanos se valora la indiferencia, y donde se cultivaba la compañía ahora se cultiva el aislamiento que lleva a la soledad. Y ya no se dan agradables paseos, se “hace footing”.

Pensemos y cuidemos qué nos llevamos a la boca. Lo que comemos, como dijo un sabio, que no recuerdo ahora quién fue, eso somos.






lunes, 22 de septiembre de 2014

jueves, 18 de septiembre de 2014

EL CRISTAL

 
Venía de cumplir mi rito matutino, café y diario, y era aún muy temprano. Al pasar por la tienda de animales de la esquina, que todavía estaba cerrada, miré el escaparate distraídamente. Como os imagináis, había en él toda clase de cositas: correas, huesos de mentira. Pero hubo uno de los juguetes que me llamó poderosamente la atención. Era una serpiente de tela rellena, pintada en vivos colores, y enroscada; en el centro de la espiral que formaba, había un pequeño gato siamés. Un perfecto gato siamés durmiendo plácidamente, seguramente de peluche.

Me agaché para observar más cuidadosamente y, al cabo de unos minutos intrigado, concluí una respuesta. El siamés no era de peluche. A pesar de su fascinante inmovilidad de estatua no se me podía escapar su suavísima respiración, aunque ni uno solo de sus músculos se contraía ni se distendía. Ni siquiera en su cara se movía ni un solo pelo. Pero yo sabía que no era de peluche, que tenía vida y que dormía profundamente.

Cuando ya me empezaban a doler las rodillas de estar agachado (principio de “astrosi”), abrió los ojos. Yo sé que los gatos son vigilantes incluso durante el sueño, y que, a pesar del grueso cristal que nos separaba, debió de sentir mi constante mirada, que le hizo volver a la vigilia. Abrió los ojos y me miró fijamente. Era muy pequeño, quizá un mes, y gloriosamente hermoso, con la graciosa pureza del cachorrillo. Se levantó muy suave, muy despacio… salió de la serpiente enroscada y, salvando los escasos centímetros que nos separaban, vino a mí a darme “topadas”, su bella manera de dar y recibir caricias al mismo tiempo.

Pero estaba el cristal. Se frotó una y otra vez con el cristal y yo sentí sus caricias, y quizá él sintió también mi calor. Estuvimos así unos minutos aún, él con su cara y su cuerpo pegados al cristal, y yo con mi nariz igualmente pegada a la invisible barrera.

Me fui a casa, despacio, maldiciendo aquel terrible cristal, ese impenetrable muro que, en su refinada crueldad nos había dejado contemplarnos, sentirnos y amarnos y, a la vez nos había impedido expresar nuestro cariño y compartir nuestro calor.

Y pensé…, tristemente, cuántos cristales de esa clase existen entre nosotros. Algunos que afortunadamente se pueden romper y otros, igual de trasparentes, pero irrompibles. Esos son los más crueles...


domingo, 14 de septiembre de 2014

domingo, 7 de septiembre de 2014

MARIPOSAS



¿Hasta cuando? ¿Hasta cuando aguardarán mis mariposas? ...
No lo sé, quizá deban aguantar a que se sequen mis lacrimales
y la última lágrima sea absorbida por la arena
del desierto por el que camino.

Esa manera heroica de crecer no es buscada, sólo aceptada y sentida fecunda, pero no deseada.
Pero el camino lo exige. Y es mi única responsabilidad.

Sueño con compartir la vereda, pero pocas son las almas solitarias que me cruzo.
Y sueño con los amores compartidos y los dolores compartidos, y los sueños compartidos.

Pero no me es dado exigir mis sueños,
ni quiero tampoco arrancarme el corazón y echarlo,
lo quiero echar en los cuencos ansiosos de mis hermanos solitarios,
en los corazones que esperan el agua negada de los mayos.

Pero somos pocos... somos muy pocos...

Somos pocos los que aceptamos el desierto y las largas y solitarias caminatas...
Buscando... buscando... buscando nuestra Dulcinea.
Y sin Sancho, y sin bálsamo de Fierabrás para curar nuestras heridas...

No falta menos. Falta lo mismo.
Estamos detenidos en el instante permanente,
esperando encontrarnos la escala de Jacob
y prestos a la lucha cuerpo a cuerpo con su ángel guardián.

Pero estoy preparado. El dolor no me asusta, y la soledad es mi permanente compañera.
Quizá sea un estúpido, pero solo espero un día merecerme
volcar de un golpe mis semillas,
mis lluvias y mi trabajo sobre una tierra fértil que quiera cosechas y labrador.

No es mi cuestión decidir el momento.
Mi deber solo es estar preparado.


martes, 2 de septiembre de 2014

SENTIDO COMÚN



Escuché que una vez un discípulo hizo una pregunta a su Maestro.
–¿Qué es lo que está Vd. intentando explicarnos, Maestro?
El Maestro le contestó:
–Solo estoy intentando explicaros que cuando llueve, las calles están mojadas.

Bueno, quizá a alguien le parezca una contestación absurda, por ser algo obvio. A mí, cuando lo escuché, también me pareció rara. Pero, si lo había dicho un Maestro, algo querría decir. Y con el tiempo me pareció descubrirlo.

Las enseñanzas están íntimamente ligadas con el sentido común. No hay ninguna enseñanza que no se someta al sentido común. Y como el sentido que ofrece las verdades más nítidas es el común, no es preciso estar en posesión de título ni máster alguno para entenderlas. Basta el sentido común, por cierto, el menos común de los sentidos. ¿Por qué es el menos común? Seguramente porque los hombres nos negamos a admitir lo que es evidente y todo el mundo lo sabe, y preferimos cualquier otra interpretación que se pliegue a nuestros pueriles deseos.

Cuando llueve las calles están mojadas. Es seguro que habrá gente que lo niegue, o que actúe sin tener esto en cuenta. Pero es así de simple y a la vez de irrefutable. No actuar conforme a esta verdad lleva sin duda a actos estériles, nefastos y estúpidos. Igual que en las otras cosas. Salvo que en otras cosas las consecuencias suelen ser más graves.

Hay unas leyes que rigen los acontecimientos, y son leyes que son casi siempre obvias, o de fácil entendimiento. Y si alguien se empeña en llevarles la contraria o en no tenerlas en cuenta, los resultados de sus actos no serán los esperados, sino cualquier otro, que, además de inesperados serán sin duda dolorosos y dañinos.

La Ley Natural suele ser tan sencilla como lo de la lluvia y las calles. De ahí que la sabiduría popular de la gente sencilla la conoce con mucha más profundidad que los doctos y sesudos estudiosos, que, perdiéndose en divagaciones fantasiosas, llegan a cualquier conclusión por más peregrina y absurda que pueda ser.

Así, los magos llegaron a conocer las leyes naturales, que son todas de aplicación, en su sentido amplio, a todos los seres existentes. De esta forma, comprendían no solo una parcela del saber, sino todo el saber en su conjunto, ya que las leyes de una parcela se aplican a cualquier otra, por ser leyes universales. Lo que es arriba es abajo, como decía Hermes.

Con el tiempo uno llega a intuir la razón de por qué los auténticos sabios dicen constantemente las mismas cosas, sea en cualquier tiempo o lugar. Creo que es así porque las leyes son siempre las mismas, la naturaleza es siempre la misma, y el hombre es siempre el mismo. ¿En qué podrían diferir sus enseñanzas? Quizá únicamente en su manera de hablar, o en su idioma, nada más. La ley de gravedad se puede decir de muchas maneras, pero el asunto es constantemente el mismo. Y lo mismo ocurre con las demás leyes.

Por ello no me interesa un sabio más que otro, a no ser que entienda mejor el lenguaje de uno mejor que el del otro. Pero siempre estaré seguro de que me dicen exactamente lo mismo de la misma cosa.

¿Cómo podría ser de otra manera?