domingo, 14 de agosto de 2016

MOZART EN LA CATEDRAL



¡Oh, amigos!,
no sé si encontraré palabras para haceros sentir lo que he sentido esta tarde.

Sé que los sentimientos son difíciles de compartir, que sólo se comparten en silencio, sin palabras.

Esta tarde fui a la catedral y allí estaba la música de Mozart.

Leyendo el Génesis me preguntaba qué significaría cuando hablan de los cielos y la tierra. Hoy he sentido que tierra puede que solo haya una, pero cielos..., creo que he estado en uno de ellos.


Entre las enormes columnas que se perdían en el cielo del templo sagrado, entre los espacios abiertos de las cúpulas, en la luz siempre tenue del aire, allí cantaban los ángeles, tañían sus instrumentos los querubines.

Sus voces traspasaban mi pecho, hacían vibrar mis entrañas. Pronto los ojos se me llenaban de lágrimas que no quería contener, y que tampoco me importaba.

Momento tras momento, aquella música me limpiaba, arrastraba de mí el barro acumulado día tras día de estar en la tierra. Su gloria me hacía hijo de Dios.

Algo ocurría dentro de mi cerebro, desconectándolo de lo cotidiano, vaciándolo de contenido, abriéndolo al espacio. Dejé de ser yo, mi pequeño yo, para unirme a aquella gloria, aquellas voces, aquellos sonidos, aquellos silencios... en aquél lugar inmenso y santo.

Y al final, antes de volver a la tierra, al mundo, Ave verum corpus, la pequeña joya celeste.

¡Amigos!, salí de allí, miraba las calles, miraba las gentes, y la veía por primera vez. Dentro de mí el vacío de la paz, el mundo no me conocía, sus palabras no me hablaban y no sabía de mí. No estaba allí.

Sentí que mis pecados habían sido perdonados, y que yo había perdonado al mundo. El cielo me pareció un lugar perfecto para vivir, y sentí que ya no vivía en el mundo.




viernes, 5 de agosto de 2016

MANANTIALES




–Pero, dime Teodoro,

¿no es cierto que el amor surge de la manera más inesperada?
¿No ocurre que sonrisas amables procuran, más pronto que tarde, risas compartidas?
Y dime: ¿no son las risas un alimento para el alma? ¿No son las muestras de la alegría?
¿Y, acaso, no queremos estar junto al que nos alegra el alma?
¿No sentimos su hueco cuando no está con nosotros?

–Sí, así es, sin duda. Pero no veo tan claro como tú lo ves de qué manera la alegría compartida puede llevar al amor.
¿Crees tú que ambos movimientos del alma son de la misma esencia?
¿Que no pueden existir el uno sin la otra?
¿O que quizá no pueda existir la otra sin el uno?

–Querido amigo, yo tan solo creo que el amor es como un manantial, y que brota de la piedra cuando el agua encerrada en ella pugna por ver la luz.

Solo quiero, con tu ayuda, y si lo tienes a bien, desvelar el gran misterio que hay en ello, de cómo la suave y delicada agua es capaz de romper la aparente dureza de la roca. ¿No ves una mano divina en ello? ¿No es una fuerza inmensa que aún nos es de naturaleza escondida a los hombres?
¿Querrías poner tu alma y tu entendimiento junto conmigo para tratar de desvelar este decisivo asunto?

–Cómo no, querido amigo; en verdad que tus palabras me muestran con claridad mi ignorancia sobre todo ello. Estoy dispuesto, porque también a mí me atañe, como creo que al resto de los mortales, y acaso también a los dioses. ¿O acaso los dioses no aman?

–Algo me dice que sí, porque ¿qué busca el hombre en el amor? ¿Acaso no busca su perfección y completura? ¿Y acaso no buscarían los dioses eso mismo en un dios superior a ellos?
Y ¿no es cierto que, como dijeron los sabios antiguos, el mismo Dios uno y sin segundo se mueve conforme a su propio amor por lo que emanó de él? ¿No será el amor la fuerza única y necesaria para el movimiento de todo lo existente bajo el cielo, y, más aún, sobre el cielo mismo también?

Me parece que cuando nace la alegría y se convierte en alegría compartida, algo mueve al alma a procurar el bien de la fuente de la que ha surgido. Y creo que ahí nacen los amantes.
¿No te parece que es así como sucede?

–Pues yo también creo que es así como sucede, es muy claro. He visto muchos arroyos que buscan otros arroyos, y ríos que buscan otros ríos, y grandes ríos que buscan a la mar. Solo allí descansan en su búsqueda. O, por lo menos, eso parece.

–Y ¿no crees que esa alegría de los amantes les lleva luego, más bien pronto que tarde, a querer fundir sus almas en una sola, como los arroyos y los ríos?

–Así parece mostrarlo la naturaleza, mi querido amigo.

–Y ¿no parece acorde con todo esto que esa unión de almas lleve a la ansiedad por hacer uno de sus dos cuerpos?

–Así parece ser como sucede.

–¿Y no es acorde a la esencia de la naturaleza que, de esta manera sublime, los amantes se igualen a los dioses creadores y, de la materia de sus vidas, el amor engendre nuevos seres amorosos?

–Me parece que es bueno que así sea.

–Y ¿no es bueno que la felicidad y el placer bendigan esta obra creadora?

–Otra cosa sería contraria a la lógica y no sería conforme a la naturaleza.

–Así pues, mi querido amigo, ¿no sería la alegría la verdadera autora de todo lo nacido?

–Querido amigo, la luz es clara y vivificadora, y las sombras ocultan lo que no queremos ver.
Me parece que nuestras palabras han desvelado de alguna manera el misterio de la vida.