domingo, 24 de junio de 2012

LA TIERRA Y EL ESPÍRITU

















LA TIERRA Y EL ESPÍRITU



Nada grande se realiza de golpe y porrazo, ni una manzana, ni tan siquiera una uva. Si me dices: “Quiero ahora mismo una manzana”, te contestaré: aguarda a que nazca, crezca y que madure, da tiempo al tiempo. Y si esto es con los frutos de la tierra, ¿quieres que el espíritu dé de repente los suyos?
EPÍCTETO


Escuché que alguien dijo que si de repente desaparecieran todos los libros y textos de la tierra, la civilización se volvería a reconstruir, simplemente porque los hombres volverían a reconstruir todo el saber humano simplemente observando y reflexionando sobre la Naturaleza, y aprendiendo de ella. Yo, estoy de acuerdo.

Muchas veces digo que las hojas para leer que más me interesan son las hojas de mis árboles. Y, aunque siempre se me toma en broma, lo digo en serio. Leí una vez que la arquitectura de la más hermosa catedral gótica no se podía comparar a la arquitectura de una simple hoja cualquiera. En realidad, el hombre solo persigue con sus obras un acercamiento a la perfección de la Naturaleza que nos rodea por todas partes. Solo que, cuando la humanidad se vuelve loca, pensamos que nuestras obras son más perfectas que las de la Naturaleza. En mi opinión solo se acercan burdamente en su perfección, pero que las apreciamos más porque hemos perdido en gran medida nuestra conexión natural con lo creado. Así, un labrador, o un pastor, es capaz de entender, por su trato diario con el mundo natural, los hondos misterios del espíritu, porque se lo cuentan día a día las ovejas, los árboles, el trigo, o las estrellas.

Así, somos tan ignorantes como para pedir frutos cuando ni siquiera hemos sembrado. A cualquier labrador le parecería algo sin ningún sentido. Cosa de estúpidos. Él sabe lo que cuesta cosechar frutos, y los procesos encadenados que requiere, amoldándose a la naturaleza.

Y, como nos dice Epíctecto, nos ocurre lo mismo con las cosas del espíritu.

Hay quien cree que, mediante unos pases mágicos de un “gurú”, llegamos sin más ni más al estado de iluminados, que, a través de un proceso que llaman de “iniciación” llegamos a las más altas cumbres de la sabiduría humana, que amar la música es solo cuestión de escucharla de vez en cuando, que ser filósofo consiste en estudiar lo que otros contaron… y así.

Y nos dice Epícteto que el proceso del desarrollo de la vida del espíritu es el mismo que el que sigue el labrador con su campo. Y ya sabemos cómo es. Y si no lo sabemos, podemos tomar unas cervezas con cualquier hombre del campo que nos puede contar, por ejemplo el cultivo del trigo.

Labrar la tierra, abrir los surcos y removerla, eliminar la cizaña y las malas hierbas cuando se presente “la otoñá”, abonarla con buen estiércol, sembrar con amor, rezar para que llueva, proteger los brotes cuando nacen, seguir eliminando las malas hierbas, seguir abonando, esperar… esperar, con paciencia, pendientes de lo que la siembra necesita en cada momento, vigilar… vigilar…, y, cuando llegue el momento, segar, llevar a la era, trillar, aventar, separar y guardar los granos, empacar la paja, guardar el afrecho para las gallinas.

Y luego toca hacer el pan. Moler el grano para conseguir la harina, guardarla en lugar seco, amasar con agua, sal y levadura, hacer los panes, hornear al fuego y…

… quizá después de todo el proceso nos podremos tomar una olorosa hogaza de pan tierno y crujiente.

Pero no antes, ni de repente.

Y ¿qué creemos? ¿que la vida interior se hace sólo pidiéndola, a gritos o por una gracia especial? Pues, evidentemente no. Es preciso hacer todo lo que hace el labrador con su trigo. De otra manera, es mejor que lo olvidemos.

Es inútil.



miércoles, 13 de junio de 2012

GUERRA




















Se fueron todos. De repente, todo se quedó vacío y la otrora gran explanada me pareció ahora enorme y desolada. Solo un polvo fino y un amarillo quemado bajo el sol del mediodía. Y en aquélla soledad inmensa solo estaba yo, pequeño y temeroso, asustado, insignificante.

Todos se habían retirado. Estaban a salvo. No era su lucha, no era su asunto. Sentía sus risas, sus miradas irónicas, su pequeño desprecio recubierto de superioridad. ¡Pobre! No sabe que este mundo es así. ¿Qué pensará, que pájaros tendrá en su cabeza? ¿Adónde querrá ir, si no hay dónde ir? Alguien le habrá metido vanas ideas en su alma cándida. En el fondo es un inocente, qué vamos a decir…, es un pobre hombre. Pero le queremos, porque en el fondo es bueno. Solo que esta vida le viene ancha.

Los fantasmas aparecieron. Algunos cabalgando enormes monturas. Otros de negro, con vestiduras horrendas. Caras horribles, manos huesudas, portando pequeños espejos en los que mi figura aparecía diminuta, triste y abatida, ridícula, deforme. Unos reían, otros me hablaban parodiando mis palabras, haciéndolas estúpidas, pretenciosas y vacías.

Yo estaba solo y pequeño frente a ellos, como el pequeño David frente a los filisteos. Mi ejército no estaba. No tenía ejército. Sabía imposible la lucha. Y yo estaba solo, como el nacido, como el loco, como el náufrago, como el indigente. Y un enorme terror se apoderó de mí.

Pensé muchas cosas. Pero ninguna era ya posible. No había sitio ya para mí. En un momento de claridad, entendí. Aquella era mi guerra. Y no importaba a nadie. Solo era mi trance, mi precipicio, mi naufragio. Mis enemigos eran sólo míos y los fantasmas vivían en mi casa, sólo en mi casa.

Entendí mi soledad y entendí mi desamparo. Pude, poco a poco, olvidarme de todos, y poco a poco entendí que aquello era mi guerra, que sólo de mí se trataba. Yo mismo, mis enemigos, sus armas, el campo de batalla, el sol ardiente. Todo era yo mismo, y no había nada fuera de mí. El Universo entero era yo, y no había nada fuera de él. Y en un instante mi terror se tornó paz, mi miedo fuerza, y vi en mi mano la pequeña honda, y a mis pies la pequeña piedra. Quería comenzar mi guerra. Busqué una consigna, y recordé...

Y sola, y sin su nido, volará el águila al encuentro del sol...