martes, 23 de febrero de 2010

CÁDIZ, HABITANTES DE LA CALETA



Debo hacer memoria, porque en nuestra querida Caleta quedan muy pocos de sus ancestrales habitantes. La ola de avaricia que nos baña arrasó con muchos de los compañeros de nuestros paseos infantiles por sus rocas y sus arenas.

En sus recónditos huecos vivían, apaciblemente, entre rocas, entre marea y marea, entre aguas, entre sus arenas, con los vientos, bajo el sol y bajo la luna. Pululaban una infinitud de amigos que esperaban nuestra inocente visita, y que participaban de nuestros juegos.

Todos tenían el nombre que les habíamos dado, generalmente asignado por su similitud con formas conocidas y familiares.


Allí vivían los chochos de vieja, pegados a las rocas, con su penacho de finos tentáculos a merced de la marea con el que atrapaban cualquier cosilla comestible que pasara por allí. Jugábamos a tocarle sus pelillos, pelillos a la mar, y entonces se encogía y los guardaba en sus adentros, mostrándonos solo su ciega abertura, de ahí el nombre asignado, cual vulva añeja, ajada y de oscuro color.

Entonces despreciadas y denostadas, solo juego de niños, y hoy un manjar exquisito fritos en envoltura de harina de garbanzos, las famosas y apreciadas “ortiguillas”. Recordando mi infancia me costó probarlas, pero cuando las probé, pensé que es cierto el dicho de “gallina vieja hace buen caldo”.


También su contraparte masculina tenía un lugar entre mareas, los conocidos como carajos de mar, por su gran similitud con el mismo en situación de combate. Pobre infeliz, nunca fue apreciado, y quizá hayan desaparecido de sus oquedades por faltarle chochos de vieja con que compartir faena y soledad.


Y ¡qué decir de los simpáticos camarones… pululando en cualquier charco o chimenea de rocas, con su elegante manera de moverse. Transparentes, finos, como pequeñas gambas aristócratas, atrapaban nuestras miradas durante horas. Sus saltos eran como bailes en el agua transparente, como ballet acuático en el escenario del rico decorado pardo y verde de las rocas. Llevarse uno en un frasco de vidrio era un seguro de entretenimiento en nuestra casa…
¡Qué cosas! ¡Qué felices éramos observando nuestros compañeros de la Caleta…!


Cosa aparte era toparse con ¡un cangrejo moro!
-¡Eh! ¡Venid! ¡Un cangrejo moro! ¡He encontrado un cangrejo moro!
-¡Anda ya! Será una coñeta…
-Que no, que es un cangrejo moro…

No era fácil encontrar un cangrejo moro, no porque no los hubiera, sino por las precauciones a que le había llevado su instinto de supervivencia. Vivían en las oquedades de las rocas, su color y pelaje les camuflaba perfectamente para no ser visto, y sus movimientos lentos se petrificaban ante la presencia de un depredador sospechoso. Solo verlo era un milagro, cosa solo de expertos mariscadores.

-¡Seguro que está lleno… y que tendrá coral…!

¡Qué bueno, que bueno! Qué buenos cuando los comprabas a la puerta de la cervecería de El Puerto, ya cociditos, en su canasta de mimbre, todos iguales y alineados, con sus grandes bocas…
No recuerdo más delicado manjar…


Claro es que habían otras especies de cangrejos, pero, eso sí, mucho menos apreciados. Entre ellos, y el más abundante, bello y útil era la coñeta.

Verde, más pequeña que el moro, la coñeta, a la que también llamábamos mariquita por su apariencia menos varonil que el moro, era carná habitual para la pesca de peces mayores, con caña o en barca. Se colocaba viva en el anzuelo para engañar con sus movimientos al gran pez, que la creía un desayuno fresco y agradable, aunque algo le mosqueaba el que no se largara corriendo. Aquí, en Cádiz, los peces saben latín…

Con ella y los restos de otros mariscos se prepara un excelente caldo de pescado para los guisos. Eso sí, cuando un amigo gran cocinero me explicó como se hace para añadirla a la olla hirviente, me pareció cruel, pero… ¿qué no es cruel en la cocina? Recuerdo que, en mi infancia, comíamos pollo por Navidad, y se traía a casa vivo y coleando. Lo bajábamos a nuestra vecina Enriqueta, que era la matarife oficial de la casa. Le cortaba el cuello de un tajo y lo desangraba y desplumaba… En casa nadie se atrevía a tal asesinato a sangre fría.

Pues la coñeta se pone viva sobre el mármol y se le da un buen martillazo. El despachurre resultante se añade a la olla y ya está. Este secreto no contarlo por ahí, que mi amigo es muy celoso de su profesión.

Bueno, sí, son cosas de la cocina, pero no hablemos ahora de eso… hablemos de cosas mas delicadas. En realidad, ningún niño puede admitir que el filete que le pone su mamá en el plato viene de una hermosa y tierna ternera que alegremente pacía en el campo. Y es mejor que no lo sepa en su niñez.


Está, como no, el erizo, plato nacional del cantón gaditano, elevado a símbolo del Carnaval y La Viña. Este apacible animalito, que a nadie daña, salvo al que imprudentemente se le acerca para zampárselo, es una delicia pararse a observarlo. Eso sí, es preciso tener mucha paciencia, porque solo se mueve en caso de necesidad.

Forma parte de esos animales marinos que tienen los pies por cualquier sitio diferente a los mamiferos. En este caso, su nombre científico lo deja entrever: equinodermo, el que tiene la piel erizada. Pero sus espinas o púas no solo son defensas, sino también pies, aunque parezca increíble. En ellas se apoya y, moviéndolas consigue avanzar para donde quiere, eso sí, a paso de caracol. Me recuerda a los cefalópodos, que viene a significar el que tiene los pies en la cabeza, y también otros muchos, con las patas en cualquier sitio.

Dicen que el jugo que almacena en su espinosa cáscara es lo más parecido al sabor del mar, y que, cuando se degusta, se come puro mar. Su coral, el suave sabor de su esencia, recuerda el perfume de la espuma de las olas.


Caso aparte son las lapas, tan enmarañadas con las rocas que es difícil descubrirlas, solo parecen pequeñas excrecencias de las mismas. Como un sombrero chino, no pocas veces la llevábamos a casa como un trofeo. Y los burgaíllos, caracolas de mar diminutas, de sabor marinero, que te ofrecían por las calles de la Viña en un cartucho generoso de papel de estraza.


Los ostiones, hermanos pobres de las ostras, de concha curvada y anárquica, cerradas a cal y canto, y adheridas fuertemente a su casa hecha de conchas de sus antepasados, la piedra ostionera. Infinidad de sus conchas son aún visibles en las piedras con que está construida la ciudad. De sabor marino, es usual comerlas tal cual se cogen, a lo más con unas gotas de limón. Para los no acostumbrados, rebozadas son un majar exquisito.


Y, por fin, los más emblemáticos, las mojarras y las gaviotas.

La mojarra quizá sea el pescado que más identifica a la ciudad. Animal de una belleza inusitada, plateando en sus movimientos dentro del agua, nadadora, acrobática, formó parte siempre de nuestra infancia, en la que, caña del país al hombro, íbamos a probar suerte en el camino del castillo de San Sebastián. De mano, terciaítas, para plancha, para frito… era una gloria llevar a casa una canastita de ellas, las pobres aún casi vivas, tanto, que daba dolor comérselas.


Y las gaviotas… ¡qué decir de ellas! Compañeras inseparable en el cielo, atentas a cualquier migaja de pan, excelentes voladoras y excelentes pescadoras, era un placer verlas planear contra un fuerte levante, inmutables, como si nada, auténticas pobladoras de nuestros mares, puede decirse que dueñas de nuestro aire y de nuestras miradas a lo alto.


domingo, 14 de febrero de 2010

jueves, 11 de febrero de 2010

SER, ESTAR Y TENER



Yo soy el que soy

Ser, estar y tener son quizá los verbos más utilizados en cualquier lengua, aunque en algunas próximas a nosotros solo tienen uno para los dos primeros mencionados. De cualquier forma, es posible deducir a cual se refieren por el contexto. Y ocurre porque es relativamente fácil distinguir entre por ejemplo “estar triste” y “ser triste” o entre “estar alegre” y “ser alegre”. En caso de confusión se puede usar algún adverbio.

Ser, que proviene del latín esse, que a su vez proviene del sánscrito as, de significado ser, es un verbo que denota existencia. Como es fácil de entender, es un verbo que no es posible definir. Únicamente podemos decir que se aplica a lo que existe, a lo que tiene alguna esencia.
Estar, del sánscrito stha, del griego luego stao y del latín stare, no da sentido de inmutabilidad, sino solo de cierta permanencia y estabilidad.

Entendemos muy bien, creo, la diferencia. No es lo mismo ser alegre que estarlo. El que es alegre lo es en toda circunstancia o en la mayoría de ellas, y por lo tanto es una situación permanente o al menos habitual. Y aparentemente no necesita de ningún motivo para estar alegre.

Al que está alegre le suponemos una causa para ello, no está alegre por la forma de su propio ser, sino debido a una circunstancia favorable que le ha producido alegría.

El verbo tener es de otra especie diferente. Del latín tenere, significa: Asir o mantener asida alguna cosa.

Pero lo que se agarra también se puede soltar, porque es algo externo. Sin embargo no se puede soltar el ser. Se es con carácter permanente, y se tiene transitoriamente.

Si el verbo estar era variable, el verbo tener lo es aún más. Hoy estoy alegre y mañana puede que no, pero hoy tengo un perro y dentro de un instante puedo no tenerlo. Lo puede atropellar un coche, o morirse de un infarto.

Me diréis que, en mis desvaríos, hoy me ha dado por la lingüística, pero no se trata de eso de lo que hoy quiero hablaros. Todo este preámbulo solo es para abordar el asunto de lo trascendente y lo intrascendente, porque parece que hay una estrecha relación entre lo que permanece y lo que no y lo que es de valor o no lo es.

Entiendo que todo hombre sensato pasa su vida entera ocupado en la búsqueda de lo que es de más valor para él. Lo contrario sería propio de falta de cordura. Pero ocurre que, en esta búsqueda, lo más frecuente es que buscando lo que tiene valor, nos quedemos con lo que no lo tiene, porque no sabemos muy bien discernir entre lo que merece ser buscado y logrado y lo que no merece la pena de nuestros esfuerzos.

El fin de este discernimiento es descubrir, con claridad, pues, lo que es permanente de lo que no lo es, porque de nada vale “poseer” un bien que en cualquier momento se puede desvanecer como una pompa de jabón. Un “bien” efímero es un mal seguro, porque, generalmente, tras un “bien” efímero viene un mal de mucha duración.

Generalmente todos buscamos la felicidad, considerándola como el bien supremo al que puede aspirar un ser humano. Y considero que el problema de esa búsqueda estriba en dónde creemos que se encuentra lo necesario para conquistarla. Pensamos en el placer, en la comodidad, en la ausencia de problemas, en el dinero o las riquezas, en la tranquilidad, en la libertad, en el amor, en la amistad… y un sin fin de etcéteras.

Para mí que la cuestión está en cambiar la forma de pensar, pasando de ser receptor (hoy le llamamos “consumidor”) a ser actor (lo que hoy día no se promociona). Dar y ser, en lugar de recibir y tener.

Así, como actor, y no como receptor, buscaríamos dar placer en lugar de recibirlo, dar comodidad en lugar de buscarla para nosotros, solucionar problemas en lugar de buscarlos o de que nos los solucionen, ser tranquilos en lugar de estar tranquilos, ser libres en lugar de pedir libertad, amar en lugar de pedir ser amados, aprender a ser amigos en lugar de pedirle a los otros que nos concedan su amistad.

De nada sirve pedir, y mucho menos exigir, que nos “den” nada que no nos puede ser dado. ¿Quién nos puede conceder ser libres? ¿Quién amar? ¿Quién nos puede conceder su amistad?
Quizá lo que nunca llegamos a entender es que estas cosas dependen de nuestro ser interior, de la manera en que estamos conformados en nuestros adentros, nuestro ser interior y nuestro aspecto interior, los que, por cierto, son de nuestra responsabilidad cuidar y engrandecer.

Nadie es amigo de nadie si no es porque sus seres están en una sintonía en que pueden serlo, en que digamos “se entienden”. Y los que se pueden comunicar son los que tienen seres de parecido nivel. Los amigos son como espejos en los que observamos nuestra propia alma. Pero para que una amistad sea auténtica, es preciso discernir bien.

He escuchado a algún cura “moderno” decir en una misa:
“Y Jesús dijo a sus amigos…”, en lugar de: “Y Jesús dijo a sus discípulos…”
Evidentemente este cura no sabía distinguir entre “amigo” y “discípulo”, o quería rebajar a Jesús al nivel del ser de sus discípulos, a considerarlo un amigo más de ellos. En mi opinión Jesús probablemente no tuviera ningún amigo. Para ser su amigo hubiera sido necesario estar a su nivel de ser. Sí podía tener discípulos, porque su meta no era la amistad, sino la guía hacia un mundo superior, hacia su mundo celeste.

Y tampoco nadie puede estar con cierta estabilidad tranquilo si su ser interno no lo es, si no tiene un centro estable, y si no ha conquistado la serenidad necesaria para ello. Estará tranquilo a veces, y siempre dependiendo de las circunstancias exteriores que le rodeen. Y no lo estará cuando las circunstancias necesarias para ello no sean las convenientes. Y no es posible gobernar las circunstancias, aunque a veces intentemos gobernarlas. Solo podemos gobernarnos a nosotros mismos.

Y ¿qué hablar de las posesiones, de lo que se tiene? Tenemos claro que tenemos cosas que están claramente sujetas a contingencias. Si tenemos un coche lo pueden quemar, o podemos destrozarlo en un infortunado accidente, o también puede destrozarse el motor, simplemente rompiéndose la correa de transmisión. Si tenemos una joya, puede desaparecer, una casa puede incendiarse, etc.

Hay también posesiones que no son tal, es decir, que ni siquiera las tenemos, aunque estamos convencidos de que así es. Tengo un hijo, decimos, tengo un marido, o una mujer, tengo salud, tengo un amigo. A poco que pensemos, estas posesiones son falsas, porque no somos dueños de ellas. Tienen su propia vida, en la que poco podemos ejercitar la calidad de dueños de ellas. Y si así lo creemos, y nos empeñamos en ello, mal nos irá. Muy mal. Probablemente perderemos o echaremos a perder una relación, que no posesión, que puede ser enormemente fecunda y dichosa.

Lo que se posee no depende de nosotros, aunque evidentemente podemos cuidarlo y enriquecerlo, lo que precisamente es nuestro deber, aún sabiendo que está sometido a contingencias fuera de nuestra voluntad. No puede ser pues camino alguno para la felicidad.
Nuestra situación en la vida, cuando depende de cómo se está o cómo no, al no depender de nuestro ser interno, sino de circunstancias externas y forzosamente cambiantes, nos hace vulnerables, y somos como barco sin timón, movido caprichosamente por los vientos y las mareas de la vida. “Estar o no estar” es un seguro de intranquilidad, de inestabilidad y de infelicidad. Nuestra vida siempre estará fuera de nuestro control, de nuestra voluntad. Siempre recuerdo lo que alguien dijo: “No hay viento favorable para quien no va a ningún lugar”.

Nuestro ser interno, su cuidado constante, su enriquecimiento diario, su crecimiento, su belleza y su bondad, somos lo que en realidad somos. Y desde allí podemos dirigirnos a donde nos interese, sabiendo desde donde partimos, a donde queremos llegar, con qué medios contamos, cómo hemos de hacer el viaje y quienes queremos que nos acompañen.

To be or not to be, that is the question…
Por eso puse al comienzo de este escrito lo que contestó Jesús a alguien que le preguntó quién era. Parece enigmático, pero no lo es.

Yo soy el que soy…

Y, nosotros… ¿quiénes somos?


viernes, 5 de febrero de 2010

LA NADA




La nada avanza… Esto decía un personaje de “La historia interminable” Y hoy todo está realmente disolviéndose en la nada. La nada avanza. Imparable.

Pero... estamos nosotros. Como un conservatorio, donde se guarda toda la música de valor, como un museo, donde se guardan las obras de arte que tienen belleza. Seremos como los navegantes del arca, que, después del diluvio, cuando todo hubo muerto, cuando la paloma trajo en el pico la rama de olivo y no quedaba entonces nada en el planeta, supieron recomponer el mundo.

No lo veremos los que hoy vivimos. Pero, cuando la humanidad toque fondo, cuando no haya ya nada que tenga valor, cuando la gentes buenas levanten sus miradas y levanten sus manos buscando una ayuda, una respuesta para su vidas, un auxilio, un refugio... allí estaremos nosotros.

Estaremos, y habremos guardado en nuestros corazones, en nuestra alma, en nuestras manos, todo lo necesario para recomponer el mundo, como en la historia del arca, y tendremos todas las especies, todos los valores, todo aquello donde se guarda la semilla de lo nuevo que deberá crecer entones.

No será fácil, porque no veremos los resultados, y nuestra fe tendrá que ser grande, pero seremos como los copistas de la Edad Media, que copiaban los antiguos libros de sabiduría de los griegos y de los árabes, que los copiaban aún sin comprender nada de lo que decían, pero que eran conscientes de que eran libros necesarios a la humanidad futura. Y así, gracias e ellos, hoy día nosotros podemos renovarlos, podemos retomarlos, y podemos conservarlos, para el futuro después de la nada, al igual que en el conservatorio se guardan con amor las almas de los grandes músicos, y las hermosas páginas que escribieron. Para que no se pierdan, para que estén ahí el día en que el hombre tenga la sensibilidad necesaria y la necesidad de acudir a ellos.

Es un tormento ver lo que está ocurriendo, pero nuestro siglo lucha frontalmente contra todo lo que tiene valor. Es necesario esperar, como se espera el paso del huracán, para empezar luego a recomponer todo lo que destruyó. No se puede parar un huracán, pero sí puede prepararse todo para el momento en que se haya de recomponer su daño. Para eso debemos estar preparados, para eso debemos prepararnos eficazmente.

Como la anciana del cuento que preparó con esfuerzo su pequeña lámpara, y, cuando Devadatta desató un viento terrible que apagó todas las lámparas de los ricos devotos de Buda, ella pudo encender todas las demás, que, a pesar de que eran grandes y de oro, se apagaron.

Y nuestro mundo es ahora así, es un mundo que parece grande y de oro, pero un gran viento apagará sin duda todas esas grandes lámparas. Pero la nuestra, la de la viejecita, será la encargada de dar de nuevo la luz al mundo.

En esa época no existirán libros, ni museos, ni música, pero, como en el libro Pelham 451, cada uno de nosotros será un libro, cada uno será una obra de arte, cada uno será una música, y podremos así reconstruir con facilidad todas las bibliotecas, todos los museos, todas las músicas.

Y cada uno de nosotros tendrá entonces dentro de sí un mundo que construir fuera. Y será muy fácil.

Será muy fácil construir de nuevo un Partenón...