jueves, 28 de febrero de 2008

ALCORQUES














Seguramente sabéis lo que es un alcorque. Yo os confieso que no lo sabía antes de plantar mi primer árbol. Se trata de ese espacio circular que rodea al tronco del árbol y del que se elimina toda vegetación con el fin de que el agua y abono sea aprovechado por el mismo.

Pues esta primavera estoy inmerso en esa dura labor. La hierba ha invadido los alcorques de todos mis árboles y arbustos, así que estoy limpiándolos de ella y aprovechando además para remover la tierra y abonar. La hierba que rodea a todos ellos es de gramón, hierba fuerte, tapizante y de múltiples y profundas raíces. Así que... palín, zoleta y... paciencia y sudor.

Estaba haciéndole el alcorque al hibisco rojo, que como lo trasplanté a un lugar más soleado y hubo por ello que podarlo duramente, no alcanza el metro de altura. Y el alcorque debería tener sobre tres cuartos de metro de diámetro.

Me puse a la labor, cansada, y más cansada aún a mis años. Cuando terminé, sudando, por supuesto, me senté a su lado a mirarlo. Quedaba bien, y me lo agradecía.

Cuando me fijé en el montón de yerba que había sacado me quedé perplejo. ¿Cómo había tantísima en tan poco espacio? El pobre hibisco no tendría apenas ni agua ni alimento. No podría casi ni respirar. Todo o casi todo se lo tragaría la dura yerba. Entendí porqué me sonreía agradecido. No era para menos.

Me quedé contemplándolo largo rato, y me dio por sentirme hibisco yo también.

Ahora, pensé, está solo en su lugar, pero qué bien está... Tiene la hierba abajo, en su sombra, pero tiene su espacio de soledad para él. Y en ese espacio de soledad será posible que la lluvia llegue a sus raíces, y el alimento, y el aire y el sol también. Y será bueno para él. Las demasiadas e inevitables compañías que tenía antes no le dejaban crecer en su soledad.

Así que me fui contento, y más contento aún porque aparecieron dos mariposas amarillas que, en su baile de amores, dibujaban en el aire, sobre mi hibisco, la doble espiral de la vida. Ahora estaba todo bien, pensé.



miércoles, 20 de febrero de 2008

LA MIRADA SERENA


Pasé algunos veranos en El Palmar de Vejer. Es una playa de Cádiz muy particular, al menos en nuestros días.
Hace años que no voy, pero entonces era virgen. Todo estaba justo como se puso en el comienzo. Arena, mar, viento, y esas plantas que uno nunca entiende como pueden crecer en la playa. Y algo todavía más particular. Donde acababa la arena comenzaban los sembrados. A tres metros de la dorada pero estéril arena crecían espléndidas zanahorias en una tierra increíblemente negra y olorosa.
Me resultaba un milagro. Un día pregunté a Domingo, el hijo hortelano de José, cómo era posible. Sonriendo, me contesto: - Esto que ves –me dijo señalando a su amada tierra-, solo es arena y estiércol. Nada más es preciso.
Vivíamos en unas pequeñas y humildes casas que José había transformado de establos para vacas en casitas para veraneantes. Y estaban junto a la gran huerta, donde cultivaba, bien pimientos, tomates o calabacines, si era verano, o apios tempraneros, habas, coles o lechugas si era invierno. Y muchas otras cosas que no recuerdo. Lo que sí recuerdo es que amaba su tierra. Seguramente la tierra en que vio la luz, y también seguramente la tierra donde verá la otra luz.
Su corazón es sencillo, y tan claro y humilde como el agua que riega sus campos. Ya es mayor, anciano, y una tarde de Septiembre le vi caminar despacio, andando en la luz benigna del atardecer andaluz. ¿Dónde irá José? –me pregunté- Le vi sentarse más tarde en la acera que rodea la casa que se hizo su hijo junto a la suya. De lejos le observaba, sin querer turbar su paz. Pero algo me empujó a ir junto a él. Y me senté a su lado. -¿Que tal José?-, dije. Volvió su cara lentamente y me miró. Nunca olvidaré su mirada. Abrió algún surco en mi pecho que aún no he cerrado esperando que germine su semilla de serenidad.
Quizá muchas veces me pregunté qué sería la serenidad, esa perdida virtud que solo atribuyen a los sabios antiguos. Pero no sé si hoy existen sabios. Sí sé que José sí lo es y que su mirada está en mí y que desde entonces su semilla ha ido germinando.
Comprendo que las virtudes no son gratuitas ni fruto del pensar o meditar. Son fruto de la vida. Y sé algo de su vida que me contó su hijo. Y desde entonces entiendo su tranquila mirada al sol poniente.
Pasó sus días abriendo las entrañas de la tierra, regándolas con su sudor, entregándole sus días de fuerza, llevando en sus espaldas el sol del sur, mirando al cielo, observando los vientos. Riendo con los brotes y los frutos, llorando con las heladas.
Engendró sus hijos, crió sus vacas, cebó sus cerdos. En tiempo de garbanzos, garbanzos. En tiempo de lentejas, lentejas. Carne en manteca y alguna arroba de vino conseguida por algunos sacos de trigo.
Sembrar, segar, trillar, aventar, moler, hornear,... comer. Esa fue su vida. Comió su tierra amada, entró en sus venas, en todo su ser. Y él es ahora la tierra, germinada con el sol, las lluvias y los vientos.

Y su mirada, esa que quedó en mí aquella tarde como un regalo, como una prenda, es para mí la mirada del planeta, de los soles y de las galaxias.


jueves, 14 de febrero de 2008

AMISTAD

Iba camino de casa pensando en los amigos, en la amistad. Pero una racha de tórrido levante apartó mi mente de esos pensamientos y la llevó a mis frutales y a mis plantas.
Este verano ha sido muy malo para todas (con algunas excepciones) Algunas muy queridas se me han muerto, o así creo, porque no sé si revivirán. La pequeña begonia que me regalaron las monjas, la que esperé varios meses viendo impaciente sólo el palito desnudo, hasta que echó sus dos primeras hojitas, la vi hace unos días medio muerta, si no muerta del todo. Los dos granados enanos que me regaló Inma también los encontré secos. Y el níspero de Yayo, que aún está en una maceta en espera de su nuevo hogar, tenía sus hojas colgando, y fueron para mí casi físicamente audibles sus gritos pidiendo... ¡tierra y libertad!

Pensé en cada uno de los frutales y arbustos cuando los llevé al campo. Me acuerdo de la historia de cada uno de los que allí hay. Y también de otros que planté, cuidé, regué, aboné... y al final, y a pesar de mis esfuerzos, murieron.
.....
Primero había que buscarlos por los viveros, por los mejores viveros de la Bahía. Y no cualquier árbol ni cualquier planta, sino las especies que pensaba que se acomodarían mejor a mi tierra. No todos son de mi tierra y de su clima. Y también había que tratar de encontrar los mejores ejemplares, según mi escaso entender, pero eso sí, preguntando a todo aquél campero que se cruzaba en mi camino y que mereciera mi confianza.

Cuando ya lo tenía en el Campito tenía que buscarle el mejor sitio, porque no todas las plantas necesitan lo mismo. Unas quieren mucho sol, otras poco y algunas ninguno. Igual ocurre con el agua, la tierra y el aire. Algunas tuve que cambiarlos de sitio varias veces hasta que en su nueva ubicación la veía feliz y fuerte. Y en el sitio elegido tenía que excavarles un buen hoyo, añadir tierra adecuada para ella, hacerle un cerco al gramón a su alrededor para que no le molestase, abonarla y regarla abundantemente. Cuando terminaba la faena, siempre la miraba atenta y cariñosamente y en mis adentros le preguntaba en silencio:

- ¿Te falta algo más? Y si la veía a gusto, me marchaba pidiendo a la naturaleza que la tratara bien y a ella que fuera fuerte hasta que crecieran sus raíces.

Siempre que iba por allí miraba una y otra vez sus hojas y sus brotes. Comprendía que los pulgones también tienen que comer, pero yo siempre les gritaba enfadado: -¡Coño, comerse los del vecino, si os da lo mismo! Cuando no eran los pulgones era los hongos o la cochinilla, y otras cosas que no sé ni lo que son, pero que sabía que la dañaban.

Los inviernos les buscaba abonos ricos, guano, o estiércol de cabra, o lo que fuera. Les daba sulfato de hierro, porque fortalece las raíces y a algunas azufre para los hongos cuando era menester. También en invierno llamaba al jardinero para hacerles la poda, porque yo no quería arriesgarme, en mi ignorancia, a hacerles daño, y llamaba a un maestro en ese misterioso arte.

Y cuando no estaba con mis hermanas, en la ciudad, pensaba en cómo estarían, si el levante en verano o el temporal en invierno les habría arrancado alguna rama o derribado algunos de sus frutos primeros.

Y pensé... la verdad, es un sinvivir, pero, al menos para mí, merece la pena. La balanza de la felicidad creo que se inclina a pesar de todo para mi lado, más que para el de ellas. Yo las he cuidado, las he alimentado y las he protegido, pero ellas me bendicen con sus flores y sus frutos. Flores y frutos hechos por los elementos... con la ayuda de mis manos y de mi corazón.

De pronto recordé mi reflexión sobre la amistad...
Y comprendí que no me hacía falta ya reflexionar sobre eso. Mi campo y mis plantas ya me lo habían explicado.


martes, 12 de febrero de 2008

¿DÓNDE DE HABITA LA POESÍA?


Anoche hablé contigo, y nuestras íntimas miradas me hicieron preguntarme cosas, que ahora te quiero contar.

A veces me pregunto donde va la poesía cuando te abandona. Un poeta hizo una pregunta parecida: Cuándo el amor se acaba ¿sabes tú adonde va?

Me pregunto lo que se preguntaba Leonard Cohen en una de sus canciones:

“¿Where is your famous golden touch?”

¿Donde dejé la poesía, donde el amor, donde el añorado toque de oro? Seguramente se marcharon de mí en los ojos y en el pecho de mis vírgenes amantes. O se quedaron en los verdes brotes nacientes y poderosos. O se los llevó, al decir del poeta, como el viento de otoño se lleva las hojas pardas.

Pero también estén quizá en el próximo recodo del camino, que ya se vislumbra tras el frío y la niebla del invierno.

Quizá mi mano perdió su pátina de oro cuando dejé de cavar en la mina, cuando dejé de cernir las arenas auríferas de mis arroyos más limpios.

Pero lo que he visto existe, y ya no me puedo engañar. No puedo negar el brillo del sol, aunque el cielo hoy esté nublado. Sé que está detrás de las nubes, detrás de mí y de mi desesperanza.

Dime que sí, hermana, dime que mi aliento puede abrasar otra vez, que mi voz puede llevar almas a su nido, que mi mano puede ayudar a guiar a los ciegos, que puedo soportar el peso de los que quiero llevar al otro lado del tránsito doloroso.

Dime que aún tengo fuerzas, que mi corazón enciende aún ilusiones, que mi amor abrasa aún corazones, que mi clarín todavía es capaz de traspasar el ruido y de hacerse oír entre los estériles rumores. Dime, aunque yo no consiga creerlo, que mi voz es aún dulce a tus oídos, que mi alma aún tiene brasas que calientan, y que mi mano aún puede dar caricias que sean benéficas y portadoras de alegría.

Dime… que aún puedo ser un amante para un alma sedienta, agua fresca para el abrasado, cama en que repose un alma cansada, musa que inspire un corazón ardiente.

Dímelo.





domingo, 10 de febrero de 2008

LA MIRADA TRANSPARENTE

Tiene Turca una mirada... No sé que hay en esos ojos, pero es lo más cercano que encuentro a la pureza. Sus grandes ojos negros son limpios y transparentes. Te asomas a ellos como a las aguas quietas de un lago profundo.
Seguramente Dios sí la hizo a su imagen y semejanza. Y no fue necesario expulsarla del paraíso. Vive en él, y nada sabe del bien ni del mal.
Como un ángel negro se acerca a mi costado y me mira.
Su silencio es solo de palabras. Sus ojos hablan mucho más que cualquier libro de poesía. Su voz está en el aire, en la luz que desprende su mirada. ¿Para qué quiere la palabra? Todos sabemos que casi siempre solo sirve para crear malentendidos. Todos sabemos que solo es claro el lenguaje del corazón. Y ella lo tiene. Grande y limpio.
Cuando duerme, se desprende de su cuerpo, no sé a donde va. Solo sé que su huida ha sido tan completa que parece muerta. A veces la toco para sentir el aire mover su pecho, o acerco mi oído a su cara para sentir su aliento. Siempre descansa cerquita de mí. Ella sabe que estoy a su lado. Con mi compañía le basta. Le rodea mi hálito. Y ella me rodea con el suyo. Es su mundo. Es el mío.
A solas en la noche, me acerco a contemplar lo ancho donde vivo, mi casa celeste, negra en la noche, pintada de estrellas, átomos de nuestras entrañas. Ella se sienta conmigo y me mira. Mira su universo,... y yo miro el mío. Pelo negro, como el cielo, ojos brillantes, como la luna.
Su vida de niño es clara, sencilla y simple. No hay engaños, ni deudas, ni reproches. No conoce la falta ni necesita el perdón. Pide sin reparo, toma sin solicitudes, descansa sin horas.
Toda su vida la ha tejido en mi telar. Estuve en todas sus horas, en todos sus días y en todas sus noches. En todos sus dolores y sus placeres. En todos sus juegos y en todas sus horas plácidas. Fue niña, fue adolescente, fue joven, es adulta.
Jugó de niña en mis manos. Cuidé de su primera sangre en la adolescencia. Estuve junto a ella cuando la vida sembró vida en su seno. Y sufrí sus dolores de parto, su desazón desgarradora. Tuve en mis manos, aún sin vida, los retoños brotados de sus entrañas. Y mis manos hicieron que el primer aire del mundo entrara en sus pequeños pechos. Y enterré en mi huerto, llorando, uno de sus pequeños hijos, de las estrellas devuelto a las estrellas.
Milagro de una vida entera en solo uno de mis días.
Y ahora está aquí a mi lado. Sus ojos transparentes acarician mi corazón abierto en lágrimas, que se desborda regando los sembrados donde nacen las flores más bellas. Las flores del corazón.






sábado, 9 de febrero de 2008

LOS ÁLAMOS



Escuchaba llover,
y abrí mi ventana
por ver la lluvia cantar.
Y no llovía.
Era el viento
en los álamos.

Y yo abrí mi ventana
Porque creí que llovía.

Escuché el viento
en los álamos,
y abrí mi ventana
por ver sus hojas cantar.

Pero no eran los álamos,
cantaba la lluvia,
y era el agua
haciendo al aire danzar.

Y yo abrí mi ventana
por ver a los álamos cantar.

Monachil, Septiembre 2004


jueves, 7 de febrero de 2008

LA MIRADA SORPRENDIDA

Quizá sean los niños los únicos que de verdad ven las cosas con asombro. Ya de mayores vemos todo como con unas gafas sucias, todo borroso y distorsionado. No, no es la vista cansada. Es el alma cansada. Es el corazón cansado. Quizá por ello el maestro nos recomendó que tratáramos de ser siempre como niños. Con mirada pura, sin juicios, sin enfadarnos, sin alegrarnos, sin querer cambiar nada, sin querer arreglar nada. Solo viendo la creación en su milagro de todos los días.

Siempre recordé aquella canción de mis días jóvenes en la que se hablaba del tonto de la colina, “The fool on the hill”. Me dio mucho que pensar. En alguno de sus versos decía: El tonto, sentado en la colina, ve, al atardecer, como se mueve el planeta bajo sus pies. Aquellos versos quedaron, como el arpa, en un ángulo oscuro de mi salón interior. Y mucho años más tarde, he empezado a vislumbrar su significado. ¿Quién de nosotros siente la tierra moverse en el espacio infinito? ¿Quién de nosotros mira con asombro a las estrellas?


Siempre fui un habitante de la ciudad. Desde pequeño y hasta hace unos años. Nunca llegué a saber si los melones los daban alguna clase de árbol frutal o se sacaban de dentro de la tierra. No tenía la menor idea de como pudiera ser una mata de pimientos. Y llegó un día en que soñamos con un pedacito de tierra, en la que, a la sombra apacible de unos pinos, pudiéramos recrear nuestro pequeño paraíso verde.


Y, poco a poco, como de verdad se hacen las cosas que luego merecen la pena, fuimos construyendo un jardín en un camino de cabras. Y también nació mi pequeño sueño. Un huerto, también pequeño, como mi sueño. Pero a lo largo de los años, los inquilinos de ese pequeño pedazo de tierra lo han hecho grande para mí. Para mi amor y para sus amores. Y planté una primavera algunas tomateras. Pero luego, tras el verano, llegó el otoño. Y un día gris de Noviembre fui al campo con Miguelito. Mientras el se dedicaba a la diversión del siglo, ver la tele, y pensando por mi parte que podría hacer de utilidad, me fui a mi pequeño huerto con idea de desmontar los soportes de las tomateras, ya mustias por los fríos. Iba pensando en aquello que leí un día...

Si quieres ser feliz una hora, embriágate
Si quieres ser feliz un día, haz una bonita fiesta
Si quieres ser feliz una semana, prepara un viaje
Si quieres ser feliz un mes, cásate
Si quieres ser feliz toda la vida, cuida tu huerto

Y mientras me ocupaba en cortar los lazos que aún las tenían prisioneras, mientras desmontaba los palos de la estructura, mientras arrancaba de la tierra sus cortas pero firmes raíces, recordé:

Solo podré dar dos cosas a mi hijo: Raíces y alas

y pensaba en estos pequeños arbustos que alguien nos trajo un día del otro lado del Atlántico.

Y también pensé en Carreño, ese hombre de pelo ya casi teñido de blanco que un día volvió de Holanda y compró un trozo de tierra roja con el sudor que dejó en las fábricas. En esa tierra hizo lo que llevó en la sangre desde que vio la luz, el milagro de los paritorios, de los alumbramientos, de las creaciones cotidianas. De sus almácigas salían miles y miles de plantitas. Esta es lechuga, aquella pimiento, la de más allá calabacín.Imaginé cómo Carreño puso sus semillas con mimo y amor bajo la gran caseta de plástico, en la tierra estercolada, al abrigo de fríos y vientos del invierno. Como allí, todas juntas, casi abrigándose, fueron creciendo esas plantitas, pequeñas yerbas como niños, endebles e indecisas, pero con toda la fuerza que guardaba su semilla, buscando el cielo, buscando el sol y el aire.

Cómo cuando fueron haciéndose mayores, y el cielo más clemente, fue llevándolas a la tierra abierta, al espacio, a la lluvia y al viento. Ya no las puso tan cerca unas de otras. Los jóvenes necesitan más espacio en que moverse, necesitan abrir sus ramas, enterrar sus pies y mover sus manos. Alguien vendría a tomarlas de la mano, alguien las llevaría lejos, alguien las amaría. Habría seguramente alguien que las valoraría, les daría un porqué y un destino.

Y yo me acerqué por el camino de zahorra mojado, en la primavera aún húmeda y fresca, buscando a Carreño, esperando que apareciera entre su mundo verde, mientras jugaba un poco con los pequeños gatitos de la caja. Siempre con ganas de jugar... Tu madre nunca para ¿eh?... también es cierto que no tiene que daros de comer.

Miraba su porche de hiedras tan verdes,... sí, se han recuperado.

-¿Recuerdas como se me secaron el pasado año?

-¿Ves, Carreño?, lo verde es fuerte. Ahí la tienes. Solo mirarla te curas de la tristeza.

Y vi como elegía de su almáciga las plantas más fuertes, las más alegres, las más decididas a marchar. Otra vez juntas, atadas con la cinta de palmera que solo él sabe anudar, las llevé conmigo.

Y pensé, mientras arrancaba mis tomateras secas, en aquél día en que las llevé a su nueva casa, que yo había preparado con tanto mimo para ellas. ¿Qué pensarían?

La tierra mullida y negra. El aire fresco y limpio. El sol brillante de abril. ¡Tenía hasta preparado los palos en que treparíamos cuando fuéramos mayores! Siempre soñé con escalar hacia el cielo, con subir más alto. Colgaré mis frutos de ahí. En racimos caerán, rojos, frescos y brillantes. Alguien los tomará para él. Alguien sentirá el aroma de mi alma, el frescor de mi cuerpo.

Y crecieron. Crecieron alegres y confiadas. Mi mano las fue llevando hacia arriba. Mis manos cuidaron de sus pies y de sus manos. Sus flores amarillas, amarillo robado al sol, pronto entregaron su belleza al verde corazoncito, al que el estío vistió de gala, rojos corazones.

¡Cómo los miré, como los miraba, una y otra vez! Era un milagro, era una aparición, era inexplicable, era hermoso, era... glorioso. Era el milagro de la creación.

Y eran los hijos de mis manos. Los nietos de mi corazón.

Cuando los cosechaba -hay que tomarlos con cuidado, no hay que dañar la rama- los ponía suavemente en la cesta. Y cuando la cesta estaba llena, la miraba... ¡Ah! ¿Hay espectáculo más hermoso? ¿Hay cuadro pintado por la mano humana con más belleza?

Y cuando mis almas más cercanas visitaban mi casa, los llevaba a la mesa, bien cortados, y ponía encima el plato con cuidado, casi religiosamente. Cerca ya de la boca de mi amigo, miraba sus ojos, para comprobar si el milagro del frescor de días y días, el milagro del sol allí almacenado, movería su alma como movía la mía.

Y día tras día, en el largo y cálido verano, sus fibras y su alma se fundieron con las mías, fueron carne de mi carne, y su espíritu impregnó el mío. Miré el sol, y lo sentí dentro de mí.

Y ahora estaban a mis pies. Secas y yertas. Pero gloriosas en su destino cumplido, y sus talentos bien empleados. No, no han muerto, porque aún sus secas hojas alimentarán la tierra, y porque su vida está ahora en mis venas, en mi carne y en mi alma.

Benditas tomateras, ¡gracias!



miércoles, 6 de febrero de 2008

UN CÉNTIMO









Estaba en El Florín cumpliendo mi rito matinal del café despertador y del Diario, que leo con un interés que a mí mismo me sorprende. Aquello estaba lleno de gente, a pesar de la hora temprana. Busqué mesa, y sólo encontré una que estaba llena de vasos vacíos y restos de comida. Me hice un sitio y esperé pacientemente el café y que me limpiaran la mesa. Los camareros estaban agobiados.



Mientras esperaba miré alrededor distraídamente y vi un céntimo en el suelo. Observé a la gente que pasaba por su lado. Al parecer nadie reparaba en él. También podría ocurrir que alguien lo viera y pensara: -¡Bah!, sólo es un céntimo.



Al rato, me agaché, lo cogí, y lo puse en mi mesa. Al poco vino el camarero, recogió los restos del desayuno ajeno, paso un trapo, pero... dejó el céntimo en la mesa.



Tenía ya el Diario abierto y el café esperándome, pero cogí el céntimo y lo observé. No era de oro falso y plata falsa, como la moneda de euro. Solo era de humilde cobre. Era pequeña, muy pequeña, si acaso como un botón de camisa.



Me quité las gafas (soy miope) y la miré de cerca por ambas caras. Y quedé sorprendido. No tenía efigie de reyes. No tenía mapas de pueblos opulentos. No tenía siquiera adornos en su canto. En suma, vista de lejos era sumamente insignificante. Pero yo procuré quitarme mis gafas de la vida y mirarla con detalle, tratando de resolver su misterio.



Y vi una de sus caras. Era una catedral, la fachada de una espléndida catedral. ¡Vaya! Que cosa podría ser más grande que una catedral, atemporal, sagrada, casa y templo de sentimientos puros. Descanso del viajero en el tortuoso camino al cielo lejano.



Sorprendido le di la vuelta. Esperaba el mapa de los pueblos ricos y “de progreso”. Pero no. Tenía una imagen del planeta Tierra. ¡Incluso estaba África! Allí estaba toda la Humanidad. Los que malgastan inútilmente la riqueza y los que nunca conocieron siquiera la existencia de un grifo. Los sumamente tontos y los sumamente listos. Los cobardes y los valientes. Los hombres de todos los colores. Los esclavos y los traficantes de esclavos. Todos allí, en la pequeña moneda de céntimo.



La guardé en mi bolsillo, después de limpiar la suciedad de los que la pisaron, de los que la ignoraron y de los que la despreciaron. Y ahora la tengo delante de mí, como mi símbolo, como mi despertador, como mi pequeña y gran amiga.



Ahora no es un céntimo. Es mi céntimo.







martes, 5 de febrero de 2008

HERMANO


Hermano… Hermano… Quédate aquí conmigo un poco más. Me recordarás a nuestro padre. Me recordarás a nuestra madre. Me recordarás mi origen, nuestro origen. Me indicarás otra vez la senda que ellos nos marcaron, la vida que para nosotros quisieron aquellos que nos dieron la vida, esos que son la hermosa familia a la que pertenecemos.
Hermano, no te vayas nunca de mi lado. Y si estás lejos piensa en mí, sigue creyendo en mí, sigue hablándome, sigue recordándome. Será suficiente. Seremos hermanos hasta más allá de la muerte, porque somos hermanos de lo alto, y juntos estaremos por siempre.
Has hecho un largo viaje, hermano. Ven, siéntate aquí conmigo, junto al fuego. Lavaré tus pies y tus manos. Curaré tus heridas, mientras tú me relatas tus batallas, tu guerra y tus conquistas. Descansa de tu dolor y de tu cansancio. Comparte conmigo tu gloria, para que pueda sentirme orgulloso de mi sangre.
Hermano… tus pies anduvieron largos y dolorosos caminos, tus manos empuñaron armas pesadas, y enfrentaron terribles enemigos. Pero tu gloria es grande, y tu destino celeste. Descansa esta noche en mi casa, en mi lecho más mullido, y hazme el honor de sentirme de tu sangre y de tus huesos.
Y mientras descansas, yo velaré tu sueño y velaré mis armas. Les daré el brillo que merece nuestro nombre, y puliré en ellas nuestro emblema, y soñaré batallas que libraremos codo a codo. Y mañana, al despuntar el día, marcharemos, cabalgando juntos hacia nuestra guerra, y nuestras risas y nuestros gritos alegrarán el cielo y alegrarán la tierra. Y junto a los de nuestra estirpe, como un solo corazón y como un solo brazo, levantaremos nuestras brillantes espadas a lo alto, y, otra vez juntos y fundidos en un solo espíritu, conquistaremos la victoria que nos pertenece.
Hermano…, hermano…, tú y yo…, nuestra familia…, solo somos uno.




LA MIRADA ENAMORADA

Nunca comprendí como se puede dudar del amor de alguien. Está tan claro... Solo hay que mirar a los ojos. Quizá ni eso. Seguramente un ciego lo sabría por el tono de voz. Seguramente los efluvios de Eros se desprenden por los poros de nuestra piel.
Miré sus ojos, sus ojos de dulzura. Sus ojos de miel, encendidos de mil brasas, riendo su alegría interior, bailando la antigua danza de los arroyos de la montaña. Miré sus ojos, pero vi su alma.
El alma enamorada tiene una mirada especial, que abraza sin manos, que habla sin palabras, que canta sin sonidos. Es fácil entender porqué los enamorados pueden guardar silencio. Es un silencio lleno que los envuelve, que los ampara, lleno de átomos de sus seres, de las pequeñas flechas de sus ángeles.
Veo un bosque y sé lo que ve. Miro el mar y siento las olas en su interior. Hienden el aire mis piernas, y mis manos, y anda junto a mí. Camino por el cielo, por los planetas, y está conmigo. Me siento en la luna, y está sentada a mi lado.
Por una mirada un mundo Por una sonrisa un cielo Por un beso,... no sé yo lo que te diera por un beso.
Pero... la mirada enamorada mira, sonríe y besa. Todo en un instante, todo veloz, tanto, que no se sabe de qué lugar viene. ¿De lo más profundo? No sé dónde está lo más profundo. Nunca podré llegar. El fondo del alma enamorada es inalcanzable, como el torbellino allende las galaxias, como lo profundo del bosque, como las entrañas del ardiente desierto.
Todo está allí, en una mirada, fugaz, pero eterna. En la eternidad del instante. En lo ancho del momento que no necesita futuro, que no tiene pasado. El amor borra el tiempo, lo vacía de significado. En los ojos sólo el espacio celeste y frío, el abismo desconocido que nos aborda sin tocar nuestra puerta, que nos quiere para él sin condiciones.
Y la mirada nos roba lo que creíamos nuestro, nos hace desconocidos de nuestro mundo pequeño. Nos limpia, abriéndonos la piel de nuestros pechos, como se abre la tierra para la siembra, como se abre el mar para las redes.
Y anclados en ella, ni esperamos ni tememos. Solo somos ella,... para siempre.



domingo, 3 de febrero de 2008

AGRADECIMIENTO Y DEVOCIONES

Nada hay más gozoso para un alma que saber que pudo encender en otra más grande las chispas iniciales y balbucientes que muy pronto, como el fuego en la leña seca, se convertirían en un gran fuego con el que encender otros fuegos, y al que pudieran acercarse otras almas ateridas a reconfortarse.

Las ascuas de esta nueva hoguera, ya refrenado su comienzo vigoroso, deberán de permanecer en el tiempo, mansas, dulces y benignas, bendiciendo el espacio, atemperando el invierno, desentumeciendo los cuerpos, encendiendo los ánimos.

Dios bendice la recia leña, pero maldice la liviana paja, más encendida y luminosa en su nacimiento, pero sin materia esencial que se sacrifique en el fuego, como la leña, para entregarse a lo negro y consumirse como la humilde pero santa ascua, que, tras la fuerza y belleza del fuego radiante en nuestro hogar, aún pareciendo oscura y decrépita, mantiene en su rojo corazón el calor que nos mantiene a lo largo de toda la noche invernal.

La leña es fuego que aún no lo sabe. Encerrado entre sus íntimas fibras guarda el secreto de sus llamas futuras. En cada átomo guarda un destello, un rayo de luz, un abrazo de calor. En el bosque, nuestro padre Sol ha dispuesto su luz y su calor en miles de ramas, en miles de troncos. Ha creado el árbol a su imagen y semejanza. Solo una chispa, en el calor del mediodía, y surge de nuevo el sol en la tierra. ¿Fue la chispa? ¿Fue la leña seca, ansiosa por arder, devolviendo así al sol lo recibido?

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Cuentan que un Rey español, de vida regalada, cuyo nombre no recuerdo ahora, se perdió en el bosque estando de cacería, y tras deambular por el mismo largas horas, acertó a tropezar con una humilde casa construida, seguramente con penas, en un claro.

Acercándose a ella, halló a un viejo leñador, que le recibió, sin saber de quien se trataba, humildemente y se interesó por su situación. Viéndole cansado, le acomodó, y pensando que tras recorrer el bosque entero tendría hambre, se dispuso a prepararle algo de comida. Tampoco recuerdo que clase de comida le preparó, pero fue su comida acostumbrada, comida de leñador de bosque, frugal y sencilla.

Tras la comida y un pequeño descanso, el hombre le fue guiando por el bosque, que él conocía bien, hasta encontrar a los cortesanos que le esperaban preocupados. Allí, el humilde leñador supo que había cobijado al Rey. Vuelto a la corte, y vuelto a su vida abundante, este rey, que tuvo siempre fama de melancólico y triste, se sumió una vez más en la tristeza, que le llevó incluso a dejar de comer. Los médicos no encontraban la forma de animarle, temiendo por su vida, día a día más tenue.

Por alguien se enteraron de que un día, tras terminar una cacería, había alabado la comida que le había ofrecido un leñador que le cobijó estando perdido en el bosque. Por supuesto mandaron inmediatamente a buscar a aquél hombre, que, llevado a la corte, indicó la receta de aquella tan celebrada comida.

Llevaron al buen hombre ante el Rey para que él mismo diera su visto bueno a la comida que iban a prepararle. Un cortesano puso la receta en manos del Rey. Cuando éste la leyó, llamó pronto al leñador a sus aposentos, y agradeciéndole su gesto y su lealtad le dijo: - Gracias, buen hombre, por tu receta, pero no puede servirme.- ¿Porqué, Señor, no come? Coma lo que yo le prepare o cualquier otra cosa. De otro modo vais a morir.- -No me sirve tu receta –contestó el Rey-, porque al final de ella has escrito: “Sobre todo ha de comerse con mucha hambre”

Un Rey, un leñador, una comida. ¿Fue la excelencia de la comida? ¿Fue el hambre del Rey? ¿Qué fue lo que aquél día en el bosque motivó que la vida volviera a cada célula de su cuerpo? ¿Cómo ocurrió el milagro de que el Rey, perdido en el bosque, disfrutara del placer, para él ya olvidado, de la comida, y su cuerpo recibiera la oleada de vida, también nueva, que penetró en su sangre, casi en su alma, llevada por aquella pobre comida? .........




sábado, 2 de febrero de 2008

YO SOY ABRAXAS



Yo soy Abraxas.
Y canto en la noche profunda,
empeñado en romper su negrura,
e invocar con mi canto
la luz de la aurora.

No canto en las luces,
ya que luces parecen
lo que sombras son.
Sombras de sueño y dolor,
ávidas de luz y color.

Recorro la tierra,
arrastrando mi pies doloridos,
ahondando raíces,
abriendo los surcos profundos
de la tierra negra y vacía.

Del alfa al omega
todo es mío y por siempre.
Del todo es mi sangre,
mi vestido entero
mi cuerpo y mi ser.

Y la tierra surte
de savias mi tronco.
Y la savia provee
de sonidos mi voz,
la que canta a la luz.

En lo oscuro defiendo
mi ser con mi escudo,
y mi látigo ahuyenta
fantasmas terribles
que en la aurora morirán.

Mis estrellas me cubren
en mi huevo sagrado.
Estrellas que llaman
por poder de mi canto
al sol que vendrá.

Recorro un oscuro camino,
solitario y terrible
que lleva al enigma,
a la puerta escondida
del templo sagrado y secreto.