miércoles, 2 de julio de 2008

CALLES DE CÁDIZ



Un prestigioso arquitecto y urbanista vivió en nuestra ciudad durante una larga temporada. Visitó monumentos, paseó por calles y plazas, anduvo por playas y parques, para su deleite y, miel sobre hojuelas, en el interés propio de su profesión. Tuvo tiempo para absorber como una esponja el alma de Cádiz, para valorar su sabor acre y recio, dulce y marinero.

Cuando al fin se dispuso a marchar a su lugar de origen, alguien le preguntó en una reunión qué tal le había parecido la ciudad. Contestó de forma ingeniosa y sorprendente a todos los reunidos:

He visto -dijo- muchas ciudades a lo largo y ancho del mundo, pero nunca había conocido ninguna con aire acondicionado.

Esta breve anécdota ilustra con agudeza y veracidad una de las más peculiares características de nuestra antigua ciudad, evidentemente sólo de su casco histórico. Y cualquier habitante de aquí sabe que es exacto. Cádiz está sujeta a dos vientos dominantes, el viento de Levante y el de Poniente (líbrenos Dios de los otros dos). El Levante es seco y caluroso, como viento que antes de llegar ha besado en demasía las arenas del desierto africano. El Poniente es fresco y húmedo, como corresponde a un viento marino, atlántico. El primero sopla con fuerza desaforada, desgarradora, es violento e inhumano. El segundo es más suave y dulce, aunque a veces en invierno, y en alianza con el del sur, puede sumir la ciudad en un temporal horrendo de lluvias torrenciales y vientos huracanados.

Pero así es necesario. Cádiz es una isla unida por un hilo, como una cometa, al resto de las tierras que la rodean, y las insalubres humedades del viento del mar son eliminadas cada poco por el seco viento de Levante. De otra manera los hombres de Cádiz estaríamos permanentemente cubiertos de verdín y nuestras articulaciones harían siempre ruido por estar totalmente oxidadas. Y si, por el contrario, continuamente nos acompañara el Levante fuerte, viviríamos en un lugar tan inhóspito como el Sáhara, hubiéramos muerto abrasados y deshidratados, y casi no conoceríamos nuestras playas, por ser imposible transitar por ellas. Así que el Poniente es el encargado de suavizar las cosas y hacer habitable otra vez nuestra isla. Y viceversa.

Así, Cádiz es una ciudad con aire acondicionado, y como se diría hoy, también con “bomba de calor”. Cuando hace mucho calor, la ciudad refresca, y cuando arrecia el frío, la ciudad abriga. Misterioso, pero cierto.

Leemos a menudo en las noticias que en tal o cual ciudad, con motivo de una manifestación o algún otro acontecimiento, ha sido cortada la calle tal o la calle cual. Pues en Cádiz, una solo familia, sin necesidad de serlo numerosa, puede cortar una calle al tráfico rodado e incluso al de personas o semovientes. Y si les queda alguna duda, observen la foto que incluyo en el comienzo de este artículo. ¿Es cierto o no? La calle es justo la anchura de un carro, de tracción animal o mecánica, sumada a la de dos aceras, cada una de la anchura de una persona.

Estas “espaciosas” aceras motivaron la costumbre, quizá única en Cádiz, de la norma básica de educación callejera consistente en utilizar siempre la acera de la mano derecha, con lo que el único problema es “adelantar” al lentillo que va delante de uno. Y también a la galante y generosa costumbre de “ceder la acera” a damas, personas ancianas o inválidas, señoras en estado y, hace más tiempo, a componentes del clero, curas o monjas.

Hay que apuntar que ambas costumbres, como tantas otras, se han perdido entre la gente nueva, que no ceden la acera ni siquiera a una abuela de 90 años, paralítica y embarazada.

Los edificios, de una uniformidad arquitectónica sorprendente en toda la ciudad, son altos para la época de su construcción, compuestos casi siempre por piso bajo y dos superiores, disponiendo a veces de una entreplanta antes de llegar al primero. Cádiz, ciudad de comerciantes en la época de su esplendor, estaba estructurada para ello. Así, la planta baja era dedicada a almacenes de mercaderías, a los carruajes y a sus animales de tiro. La primera era la casa de los señores propietarios, la planta noble, de mayor altura y belleza, y la segunda al personal de servicio. A veces, la entreplanta citada antes alojaba las oficinas del armador, el consignatario o el comerciante. En las dos primeras profesiones, lo más usual era que una torre mirador coronara el edificio, vigilante de la llegada de los buques con la antelación necesaria.

El gaditano se asoma a sus balcones o cierros, y la calle, antes que ser un lugar extraño o lejano, viene a componer parte de su casa, como si patio propio fuera. No resulta chocante ver, en las calurosas calmas del verano, a sus habitantes plácidamente tomando el fresquito en su casapuerta. Claro que si el lector no conoce nuestra ciudad, será necesario aclararle algunos de los términos citados. En Cádiz, los “cierros” son balcones cubierto de las inclemencias del tiempo por finas y esbeltas puertas de bellas cristaleras, a veces de un trabajado vidrio curvo.

Y “la casapuerta” es la entrada a la vivienda, cerrada al exterior por recias puertas, generalmente de caoba, madera en tiempos del comercio con las Indias muy abundante y poco valorada en Cádiz. Se dedicaba, pues, por su dureza e inalterabilidad, a cerramientos externos, siendo en cambio las interiores de madera de pino.

Cádiz, como ciudad de arribo de cientos y cientos de barcos cargados de mercancías de todo tipo procedente de las Américas, era igualmente ciudad origen suministradora de toda clase de productos “ultramarinos”, nombre con el que aún se conocen los establecimientos, hoy ya escasos, de alimentación al por menor.

Tabacos, licores, cafés, metales nobles, maderas de caoba y otras exóticas, mármoles, y, en fin, cualquier clase de artículo de valor, pasaban por nuestra ciudad, de la mar a la tierra firme.

Por ello, como puerto estratégico desde el punto de vista mercantil y militar, fue amurallada en su totalidad, convirtiéndose en inexpugnable. Ciudad con solo dos puertas, la del Mar y la de Tierra, ambas pequeñas y protegidas, al amparo de la codicia de ejércitos, piratas y aventureros.

Cádiz, ciudad donde todas las calles llevan al mar, donde Poseidón es marino y jardinero, donde las casas son barcos y los barcos son casas, donde vienen a cuento aquellos hermosos versos que dicen:

Érase de un marinero
Que hizo un jardín en la mar
Y se metió a jardinero
Estaba el jardín el flor
Y el marinero se fue
Por esos mares de Dios...


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