miércoles, 13 de abril de 2016

FRATERNIDAD Y GLOBALIZACIÓN


Yo me considero un defensor de la fraternidad entre todos los seres humanos, sin ninguna distinción ni de sexo, ni de color de piel, ni de religión, ni de condición social,
ni de nacionalidad, ni ninguna otra que se nos pueda ocurrir.

Y lo soy porque creo en el alma de los seres humanos, y las almas no son diferentes. Todos participamos de los mismos anhelos, inquietudes y alegrías. Y todos somos herederos del acerbo espiritual de nuestros congéneres que nos han precedido en la historia.

Muy bien lo expresó Shakespeare en “El mercader de Venecia”:

"Soy un judío. ¿Es que un judío no tiene ojos? ¿Es que un judío no tiene manos, órganos, proporciones, sentidos, afectos, pasiones? ¿Es que no está nutrido de los mismos alimentos, herido por las mismas armas, sujeto a las mismas enfermedades, curado por los mismos medios, calentado y enfriado por el mismo verano y por el mismo invierno que un cristiano? Si nos pincháis, ¿no sangramos? Si nos cosquilleáis, ¿no nos reímos? Si nos envenenáis, ¿no nos morimos?..."

…Seamos quienes seamos, compartimos la condición humana en los intereses que nos son más propios, el amor, el dolor, la dignidad, la muerte, el honor y cualesquiera de las características que nos identifican.

Por ello, deberíamos considerar a todos los hombres como nuestros hermanos, ya que somos nacidos de la misma raíz, y ansiamos resolver los enigmas que de forma común nos plantea la vida.
Pero la fraternidad busca la unidad de los hombres, pero no su igualdad absoluta. A todos nos es conocido que en familia de varios hermanos, aún habiendo recibido la misma educación, hay disparidad de caracteres. Nunca son copias unos de otros. Existe sí, un lazo de sangre, una hermandad, pero no existe igualdad, ni siquiera en los gemelos.

Ser fraternos con el prójimo lo que exige es que mantengamos con él siempre la cortesía, la cordialidad, el respeto y una buena convivencia. Y no es poco. Nuestra experiencia diaria nos muestra lo escaso que estamos hoy día de estas virtudes. Otro mundo sería este si las practicásemos con asiduidad.

Habitualmente, en ámbitos pequeños, como una reunión de propietarios de una comunidad, o en grandes, como puede ser la Comunidad de Naciones, la ONU, o la Unión Europea, la hermandad es muy escasa, por no decir nula. Cada cual vela exclusivamente por sus intereses sin importarles nada los de sus vecinos. Y, como nadie puede imponerse al otro, las discusiones e incluso insultos son interminables, con  lo que todo termina en más desunión que, en contra de lo que debería esperarse, en más unión.

Pero lo que se ha impuesto en nuestros tiempos, poco a poco pero con un gran éxito, es la idea de la “globalización”. Y lo que nos está trayendo hasta ahora es una gran crisis mundial. No debe constituir para nosotros ninguna sorpresa, pues el germen de la desunión está en el mismo desarrollo de esa idea.

Como el dios de nuestro siglo es el dinero, el actual becerro de oro bíblico, es un movimiento realizado por sus adoradores, no para lograr la concordia entre los hombres, sino para ahondar más en la discordia, no para beneficiar a los países, sino para someterlos a los mitos que convienen a los magos negros.

Vivimos inmersos en un materialismo (adoración a lo material) que ha conseguido casi destruir lo más noble de los hombres, la espiritualidad, lo sagrado, lo tradicional, aquellos fundamentos que han sido siempre los cimientos del desarrollo de las civilizaciones auténticas.

Nos han convencido que el dinero, la ciencia y la tecnología son la trinidad que nos traerá la felicidad a los pueblos. Y para mí que el más remoto poblado escondido en la selva tropical mantiene mucho mejor que nosotros el ideal de fraternidad.

Día a día, mes a mes y año a año, los imperios nefastos de la globalización imponen su forma de ver la vida (siempre a través del dinero), sus costumbres, siempre de nulas ética y estética, a la vez que van vaciando de contenido las tradiciones de siglos de las diversas comunidades del globo. Y esta base tradicional, constitutiva de idiosincrasia de cada una de ellas, está siendo demolida, cuando en realidad, la hermanad incluye el respeto a todas las culturas y la de cada pueblo en particular.
Las grandes luminarias de las civilizaciones que nos antecedieron son sumidas en el olvido o en la difamación. La cultura y el arte en todas sus facetas prácticamente no existen, ya que lo que tales se llama están vendidos al poder del dinero.

Alguien llegó a decirme que la filosofía había muerto ya en el siglo XIX. Esto es una prueba del desarme que se ha ido realizando de los instrumentos de que dispone el hombre para su desarrollo como tal.

Esta idea absurda, que ya no es solo idea, puesto que se está plasmando en el mundo, ha llegado a los últimos rincones del globo con la intervención de los medios de comunicación social. Parece que es una constante y desgraciada realidad que estos medios sean manejados siempre para mal que para bien. Está claro que los mueve el dinero, que está siempre en manos de los magos negros. La televisión, la radio, los periódicos, los libros que se publican… todos están intervenidos por el becerro de oro. Y llevan a la ingenua población a ajustar sus vidas a lo que en esos medios se proponen como componentes de la felicidad, el tener más dinero, a costa de lo que sea. Es la nueva moral, a saber: si algo da dinero es bueno, si no lo da es malo.





miércoles, 6 de abril de 2016

HOJAS,FLORES Y FRUTOS


 Paseaba distraídamente por una calle soleada, y mis ojos tropezaron con la esquina descuidada y seca de un pequeño jardín. Unas yucas viejas sobrevivían estoicamente en una tierra yerma y desabrida. Pero ¡oh, milagro! en sus pináculos lucían los grandes penachos blancos de flores que hacen de corona de su verde arquitectura.

 Amo las plantas, y algo se movió en mis aires y en mis pasos. ¡Dando flores en su situación! Me resultaba sorprendente.

 Me vino a la memoria mi amigo Carreño, el campero, aquél día que le pregunté por qué mis tomateras solo daban hojas y hojas, pero no me regalaba flores amarillas ni las veía parir las verdes bolitas.

 Tras mucho preguntarme sobre como las trataba, emitió su veredicto, para mi inapelable: las regaba mucho, mucho más de lo que debiera. Por eso no daban flores ni frutos. Tienes que hacerlas penar –me dijo-, solo así te darán frutos. Solo así sus raíces la fijarán a la tierra y será fuerte. Como tú las tratas saben que nada les falta y se dedican a vivir confortablemente, no se esfuerzan en nada.

 Sus sabias sentencias de viejo labrador se quedaron grabadas en algún lugar de mis misterios, por paradójicas, por sabias y también por incomprensibles.

 Mucho más tarde, y en etapas de mi vida que fueron duras pero fecundas, volvieron a mí. Y pude ver que así era. Y supe que un marino se hace marino en las tormentas y en los temporales, y en los restos del naufragio, mucho más que en sus travesías de bonanza.

 Mis yucas... mis tomateras... ¿son quizá habitantes de mi alma?