martes, 31 de mayo de 2011

LA VOZ NEGRA DE CHICLANA

Una genial cantante de 18 años aparece en Chiclana (Cádiz).


miércoles, 25 de mayo de 2011

LA MIRADA TRANSPARENTE



Tiene Turca una mirada... No sé que hay en esos ojos, pero es lo más cercano que encuentro a la pureza. Sus grandes ojos negros son limpios y transparentes. Te asomas a ellos como a las aguas quietas de un lago profundo.

Seguramente Dios sí la hizo a su imagen y semejanza. Y no fue necesario expulsarla del paraíso. Vive en él, y nada sabe del bien ni del mal.
Como un ángel negro se acerca a mi costado y me mira.

Su silencio es solo de palabras. Sus ojos hablan mucho más que cualquier libro de poesía. Su voz está en el aire, en la luz que desprende su mirada. ¿Para qué quiere la palabra? Todos sabemos que casi siempre solo sirve para crear malentendidos. Todos sabemos que solo es claro el lenguaje del corazón. Y ella lo tiene. Grande y limpio.

Cuando duerme, se desprende de su cuerpo, no sé a donde va. Solo sé que su huida ha sido tan completa que parece muerta. A veces la toco para sentir el aire mover su pecho, o acerco mi oído a su cara para sentir su aliento. Siempre descansa cerquita de mí. Ella sabe que estoy a su lado. Con mi compañía le basta. Le rodea mi hálito. Y ella me rodea con el suyo. Es su mundo. Es el mío.

A solas en la noche, me acerco a contemplar lo ancho donde vivo, mi casa celeste, negra en la noche, pintada de estrellas, átomos de nuestras entrañas. Ella se sienta conmigo y me mira. Mira su universo,... y yo miro el mío. Pelo negro, como el cielo, ojos brillantes, como la luna.

Su vida de niño es clara, sencilla y simple. No hay engaños, ni deudas, ni reproches. No conoce la falta ni necesita el perdón. Pide sin reparo, toma sin solicitudes, descansa sin horas.

Toda su vida la ha tejido en mi telar. Estuve en todas sus horas, en todos sus días y en todas sus noches. En todos sus dolores y sus placeres. En todos sus juegos y en todas sus horas plácidas. Fue niña, fue adolescente, fue joven, es adulta.

Jugó de niña en mis manos. Cuidé de su primera sangre en la adolescencia. Estuve junto a ella cuando la vida sembró vida en su seno. Y sufrí sus dolores de parto, su desazón desgarradora. Tuve en mis manos, aún sin vida, los retoños brotados de sus entrañas. Y mis manos hicieron que el primer aire del mundo entrara en sus pequeños pechos. Y enterré en mi huerto, llorando, uno de sus pequeños hijos, de las estrellas devuelto a las estrellas.

Milagro de una vida entera en solo uno de mis días.

Y ahora está aquí a mi lado. Sus ojos transparentes acarician mi corazón abierto en lágrimas, que se desborda regando los sembrados donde nacen las flores más bellas. Las flores del corazón.



jueves, 19 de mayo de 2011

MIS TOMATERAS


Quizá sean los niños los únicos que de verdad ven las cosas con asombro. Ya de mayores vemos todo como con unas gafas sucias, todo borroso y distorsionado. No, no es la vista cansada. Es el alma cansada. Es el corazón cansado. Quizá por ello el maestro nos recomendó que tratáramos de ser siempre como niños. Con mirada pura, sin juicios, sin enfadarnos, sin alegrarnos, sin querer cambiar nada, sin querer arreglar nada. Solo viendo la creación en su milagro de todos los días.

Siempre recordé aquella canción de mis días jóvenes en la que se hablaba del tonto de la colina, “The fool on the hill”. Me dio mucho que pensar. En alguno de sus versos decía: El tonto, sentado en la colina, ve, al atardecer, como se mueve el planeta bajo sus pies. Aquellos versos quedaron, como el arpa, en un ángulo oscuro de mi salón interior. Y mucho años más tarde, he empezado a vislumbrar su significado. ¿Quién de nosotros siente la tierra moverse en el espacio infinito? ¿Quién de nosotros mira con asombro a las estrellas?


Siempre fui un habitante de la ciudad. Desde pequeño y hasta hace unos años. Nunca llegué a saber si los melones los daban alguna clase de árbol frutal o se sacaban de dentro de la tierra. No tenía la menor idea de como pudiera ser una mata de pimientos. Y llegó un día en que soñamos con un pedacito de tierra, en la que, a la sombra apacible de unos pinos, pudiéramos recrear nuestro pequeño paraíso verde.


Y, poco a poco, como de verdad se hacen las cosas que luego merecen la pena, fuimos construyendo un jardín en un camino de cabras. Y también nació mi pequeño sueño. Un huerto, también pequeño, como mi sueño. Pero a lo largo de los años, los inquilinos de ese pequeño pedazo de tierra lo han hecho grande para mí. Para mi amor y para sus amores. Y planté una primavera algunas tomateras. Pero luego, tras el verano, llegó el otoño. Y un día gris de Noviembre fui al campo con Miguelito. Mientras el se dedicaba a la diversión del siglo, ver la tele, y pensando por mi parte que podría hacer de utilidad, me fui a mi pequeño huerto con idea de desmontar los soportes de las tomateras, ya mustias por los fríos. Iba pensando en aquello que leí un día...

Si quieres ser feliz una hora, embriágate
Si quieres ser feliz un día, haz una bonita fiesta
Si quieres ser feliz una semana, prepara un viaje
Si quieres ser feliz un mes, cásate
Si quieres ser feliz toda la vida, cuida tu huerto

Y mientras me ocupaba en cortar los lazos que aún las tenían prisioneras, mientras desmontaba los palos de la estructura, mientras arrancaba de la tierra sus cortas pero firmes raíces,

Solo podré dar dos cosas a mi hijo: Raíces y alas

pensaba en estos pequeños arbustos que alguien nos trajo un día del otro lado del Atlántico.

Y también pensé en Carreño, ese hombre de pelo ya casi teñido de blanco que un día volvió de Holanda y compró un trozo de tierra roja con el sudor que dejó en las fábricas. En esa tierra hizo lo que llevó en la sangre desde que vio la luz, el milagro de los paritorios, de los alumbramientos, de las creaciones cotidianas. De sus almácigas salían miles y miles de plantitas. Esta es lechuga, aquella pimiento, la de más allá calabacín.Imaginé cómo Carreño puso sus semillas con mimo y amor bajo la gran caseta de plástico, en la tierra estercolada, al abrigo de fríos y vientos del invierno. Como allí, todas juntas, casi abrigándose, fueron creciendo esas plantitas, pequeñas yerbas como niños, endebles e indecisas, pero con toda la fuerza que guardaba su semilla, buscando el cielo, buscando el sol y el aire.

Cómo, cuando fueron haciéndose mayores, y el cielo más clemente, fue llevándolas a la tierra abierta, al espacio, a la lluvia y al viento. Ya no las puso tan cerca unas de otras. Los jóvenes necesitan más espacio en que moverse, necesitan abrir sus ramas, enterrar sus pies y mover sus manos. Alguien vendría a tomarlas de la mano, alguien las llevaría lejos, alguien las amaría. Habría seguramente alguien que las valoraría, les daría un porqué y un destino.

Y yo me acerqué por el camino de zahorra mojado, en la primavera aún húmeda y fresca, buscando a Carreño, esperando que apareciera entre su mundo verde, mientras jugaba un poco con los pequeños gatitos de la caja. Siempre con ganas de jugar... -Tu madre nunca para ¿eh?... también es cierto que no tiene que daros de comer...-

Miraba su porche de hiedras tan verdes,... sí, se han recuperado.

-¿Recuerdas como se me secaron el pasado año?

-¿Ves, Carreño?, lo verde es fuerte. Ahí la tienes. Solo mirarla te curas de la tristeza.

Y vi como elegía de su huerta las plantas más fuertes, las más alegres, las más decididas a marchar. Otra vez juntas, atadas con la cinta de palmera que solo él sabe anudar, las llevé conmigo.

Y pensé, mientras arrancaba mis tomateras secas, en aquél día en que las llevé a su nueva casa, que yo había preparado con tanto mimo para ellas. ¿Qué pensarían?

La tierra mullida y negra. El aire fresco y limpio. El sol brillante de abril.
-¡Tenía hasta preparados las cañas por las que treparíamos cuando fuéramos mayores! Siempre soñé con escalar hacia el cielo, con subir más alto. Colgaré mis frutos de ahí. En racimos caerán, rojos, frescos y brillantes. Alguien los tomará para él. Alguien sentirá el aroma de mi alma, el frescor de mi cuerpo.

Y crecieron. Crecieron alegres y confiadas. Mi mano las fue llevando hacia arriba. Mis manos cuidaron de sus pies y de sus manos. Sus flores amarillas, amarillo robado al sol, pronto entregaron su belleza al verde corazoncito, al que el estío vistió de gala, rojos corazones.

¡Cómo los miré, como los miraba, una y otra vez! Era un milagro, era una aparición, era inexplicable, era hermoso, era... glorioso. Era el milagro de la creación.

Y eran los hijos de mis manos. Los nietos de mi corazón.

Cuando los cosechaba -hay que tomarlos con cuidado, no hay que dañarle la rama- los ponía suavemente en la cesta. Y cuando la cesta estaba llena, la miraba... ¡Ah! ¿Hay espectáculo más hermoso? ¿Hay cuadro pintado por la mano humana con más belleza?

Y cuando mis almas más cercanas visitaban mi casa, los llevaba a la mesa, bien cortados, y ponía encima el plato con cuidado, casi religiosamente. Cerca ya de la boca de mi amigo, miraba sus ojos, para comprobar si el milagro del frescor de días y días, el milagro del sol allí almacenado, movería su alma como movía la mía.

Y día tras día, en el largo y cálido verano, sus fibras y su alma se fundieron con las mías, fueron carne de mi carne, y su espíritu impregnó el mío. Miré el sol, y lo sentí dentro de mí.

Y ahora estaban a mis pies. Secas y yertas. Pero gloriosas en su destino cumplido, y sus talentos bien empleados.

No, no han muerto, porque aún sus secas hojas alimentarán la tierra, y porque su vida está ahora en mis venas, en mi carne y en mi alma.

Benditas tomateras, ¡gracias!


viernes, 13 de mayo de 2011

UN CÉNTIMO




Estaba en El Florín cumpliendo mi rito matinal del café despertador y del Diario, que leo con un interés que a mí mismo me sorprende. Aquello estaba lleno de gente, a pesar de la hora temprana. Busqué mesa, y sólo encontré una que estaba llena de vasos vacíos y restos de comida. Me hice un sitio y esperé pacientemente el café y que me limpiaran la mesa. Los camareros estaban agobiados.

Mientras esperaba miré alrededor distraídamente y vi un céntimo en el suelo. Observé a la gente que pasaba por su lado. Al parecer nadie reparaba en él. También podría ocurrir que alguien lo viera y pensara: -¡Bah!, sólo es un céntimo.

Al rato, me agaché, lo cogí, y lo puse en mi mesa. Al poco vino el camarero, recogió los restos del desayuno ajeno, paso un trapo, pero... dejó el céntimo en la mesa.

Tenía ya el Diario abierto y el café esperándome, pero cogí el céntimo y lo observé. No era de oro falso y plata falsa, como la moneda de euro. Solo era de humilde cobre. Era pequeña, muy pequeña, si acaso como un botón de camisa.

Me quité las gafas (soy miope) y la miré de cerca por ambas caras. Y quedé sorprendido. No tenía efigie de reyes. No tenía mapas de pueblos opulentos. No tenía siquiera adornos en su canto. En suma, vista de lejos era sumamente insignificante. Pero yo procuré quitarme mis gafas de la vida y mirarla con detalle, tratando de resolver su misterio.

Y vi una de sus caras. Era una catedral, la fachada de una espléndida catedral. ¡Vaya! Que cosa podría ser más grande que una catedral, atemporal, sagrada, casa y templo de sentimientos puros. Descanso del viajero en el tortuoso camino al cielo lejano.

Sorprendido le di la vuelta. Esperaba el mapa de los pueblos ricos y “de progreso”. Pero no. Tenía una imagen del planeta Tierra. ¡Incluso estaba África! Allí estaba toda la Humanidad. Los que malgastan inútilmente la riqueza y los que nunca conocieron siquiera la existencia de un grifo. Los sumamente tontos y los sumamente listos. Los cobardes y los valientes. Los hombres de todos los colores. Los esclavos y los traficantes de esclavos. Todos allí, en la pequeña moneda de céntimo.

La guardé en mi bolsillo, después de limpiar la suciedad de los que la pisaron, de los que la ignoraron y de los que la despreciaron. Y ahora la tengo delante de mí, como mi símbolo, como mi despertador, como mi pequeña y gran amiga.

Ahora no es un céntimo. Es mi céntimo.


sábado, 7 de mayo de 2011

HERMANO



Hermano… Hermano… Quédate aquí conmigo un poco más. Me recordarás a nuestro padre. Me recordarás a nuestra madre. Me recordarás mi origen, nuestro origen. Me indicarás otra vez la senda que ellos nos marcaron, la vida que para nosotros quisieron aquellos que nos dieron la vida, esos que son la hermosa familia a la que pertenecemos.

Hermano, no te vayas nunca de mi lado. Y si estás lejos piensa en mí, sigue creyendo en mí, sigue hablándome, sigue recordándome. Será suficiente. Seremos hermanos hasta más allá de la muerte, porque somos hermanos de lo alto, y juntos estaremos por siempre.

Has hecho un largo viaje, hermano. Ven, siéntate aquí conmigo, junto al fuego. Lavaré tus pies y tus manos. Curaré tus heridas, mientras tú me relatas tus batallas, tu guerra y tus conquistas. Descansa de tu dolor y de tu cansancio. Comparte conmigo tu gloria, para que pueda sentirme orgulloso de mi sangre.

Hermano… tus pies anduvieron largos y dolorosos caminos, tus manos empuñaron armas pesadas, y enfrentaron terribles enemigos. Pero tu gloria es grande, y tu destino celeste. Descansa esta noche en mi casa, en mi lecho más mullido, y hazme el honor de sentirme de tu sangre y de tus huesos.

Y mientras descansas, yo velaré tu sueño y velaré mis armas. Les daré el brillo que merece nuestro nombre, y puliré en ellas nuestro emblema, y soñaré batallas que libraremos codo a codo. Y mañana, al despuntar el día, marcharemos, cabalgando juntos hacia nuestra guerra, y nuestras risas y nuestros gritos alegrarán el cielo y alegrarán la tierra. Y junto a los de nuestra estirpe, como un solo corazón y como un solo brazo, levantaremos nuestras brillantes espadas a lo alto, y, otra vez juntos y fundidos en un solo espíritu, conquistaremos la victoria que nos pertenece.

Hermano…, hermano…, tú y yo…, nuestra familia…, solo somos uno.


domingo, 1 de mayo de 2011

LA MIRADA ENAMORADA


Nunca comprendí como se puede dudar del amor de alguien. Está tan claro... Solo hay que mirar a los ojos. Quizá ni eso. Seguramente un ciego lo sabría por el tono de voz. Seguramente los efluvios de Eros se desprenden por los poros de nuestra piel.

Miré sus ojos, sus ojos de dulzura. Sus ojos de miel, encendidos de mil brasas, riendo su alegría interior, bailando la antigua danza de los arroyos de la montaña. Miré sus ojos, pero vi su alma.

El alma enamorada tiene una mirada especial, que abraza sin manos, que habla sin palabras, que canta sin sonidos. Es fácil entender porqué los enamorados pueden guardar silencio. Es un silencio lleno que los envuelve, que los ampara, lleno de átomos de sus seres, de las pequeñas flechas de sus ángeles.

Veo un bosque y sé lo que ve. Miro el mar y siento las olas en su interior. Hienden el aire mis piernas, y mis manos, y anda junto a mí. Camino por el cielo, por los planetas, y está conmigo. Me siento en la luna, y está sentada a mi lado.

Por una mirada un mundo Por una sonrisa un cielo Por un beso,... no sé yo lo que te diera por un beso.

Pero... la mirada enamorada mira, sonríe y besa. Todo en un instante, todo veloz, tanto, que no se sabe de qué lugar viene. ¿De lo más profundo? No sé dónde está lo más profundo. Nunca podré llegar. El fondo del alma enamorada es inalcanzable, como el torbellino allende las galaxias, como lo profundo del bosque, como las entrañas del ardiente desierto.

Todo está allí, en una mirada, fugaz, pero eterna. En la eternidad del instante. En lo ancho del momento que no necesita futuro, que no tiene pasado. El amor borra el tiempo, lo vacía de significado. En los ojos sólo el espacio celeste y frío, el abismo desconocido que nos aborda sin tocar nuestra puerta, que nos quiere para él sin condiciones.

Y la mirada nos roba lo que creíamos nuestro, nos hace desconocidos de nuestro mundo pequeño. Nos limpia, abriéndonos la piel de nuestros pechos, como se abre la tierra para la siembra, como se abre el mar para las redes.

Y anclados en ella, ni esperamos ni tememos. Solo somos ella,... para siempre.