martes, 18 de diciembre de 2018

EL SEMBRADOR




EL SEMBRADOR


Hundieron en mí semillas
y creía yo
que mi tierra era estéril,
y de áridas piedras.

Un invierno, otro invierno,
sin brotes en primavera,
sin esperanza casi,
casi sin fe.

Estiércol y estiércol,
araron y araron,
lluvia en otoño,
sol de primavera.

Pasaron los ciclos,
mi tierra yerta,
mis ojos ciegos,
mi palabra muerta.

 Una luz un día,
alumbró mi ser,
oí una voz:
¡El labrador eres tú!

Miré mi azada,
amé mi tierra,
miré hacia el sol
y comprendí.

Tomé mi azada,
 manos gastadas,
busqué fuerza.
Y la encontré.

Nueva primavera
llegó, y entendí.
Brotes surgieron,
luego crecieron.

Espigas inmensas,
generosa ofrenda.
El cielo azul,
la tierra negra.

Bendije semillas,
labrador y azadón.
Bendije los brotes,
bendije al sembrador.

 


viernes, 14 de diciembre de 2018

DAR AMOR





Llevas toda la razón, amiga. Si todos cada día, cada momento, nos
empeñáramos en arrancar una sonrisa de una cara seria, si tratáramos de
aportar algo de alegría al que está triste, algo de ilusión al que está
desesperanzado, algo de amor al que no se siente querido, algo de entusiasmo
al que está bloqueado, algo en fin, de humanidad al que se está
deshumanizando, te aseguro, te aseguro, que el mundo cambiaría en poco
tiempo.

Si en lugar de difundir desánimo, desaliento, amargura, odio, rencor,
desesperanza, rendición, aportáramos cada uno un pequeño grano de arena de
lo contrario a nuestros hermanos, todos, todos, todos los días, todos,
todos, todos los momentos de nuestra vida, te aseguro que no solo el mundo
cambiaba pronto, sino que nos encontraríamos con la sorpresa de que hemos
cambiado nosotros también. Porque el amor es un boomerang. Das, das, das,
sin esperar nada. Pero... luego te encuentras con la sorpresa de que cuanto
más has dado más has recibido.

Esto, y no otra cosa, es la Magia del amor.

Del amor del que nadie habla, porque todos esperamos ser amados, pero no nos empeñamos en amar. Todos esperamos que nos den, no en dar. Todos nos
empeñamos en que los otros nos hagan felices, no en hacer felices a los
otros.

Este, y no otro, es el secreto que la Humanidad debe aprender, si quiere
llegar a ser verdaderamente humana y si no quiere terminar ahogada en el
lodo.

Y este, y no otro, es el ideal de mi vida. Y creo que también de la tuya.
Por eso, y no por otra cosa, te considero mi amiga.

Un fuerte abrazo, tu amigo,


martes, 11 de diciembre de 2018

LUZ DE BELÉN






LUZ DE BELÉN

Tú que naces invicto
de lo profundo del invierno,
sobre la tierra yerma y fría
que recuerda tu esplendor
de los amables y cálidos días.
Reitera ahora tu promesa
de resurrección y de fuerza.

Naces niño, y pequeño,
como la luz en la gruta,
como una chispa en los cielos,
con el poder milagroso
de la fuerza del cachorro,
de la claridad del arroyo.

Hundirás las semillas
en la tierra dormida,
y un día volverán
a prender la inmensa hoguera
de una nueva primavera.

Niño dulce, 
triunfante, naciente
en un mundo oscuro,
disolverás las negruras,
y ante tu luz morirán.

Y darás vida a los seres,
otra vez renacidos
de la tierra, iluminados
tomando tu luz y tu vida.

Si nuestra fe mengua
y nuestra llama temerosa tiembla
en los fríos y cortos días
de estremecimientos y miedos,
muéstranos que la victoria
duerme en nuestros pechos
soñando la compañía de Tu fuerza.


Y danos la fe
de una nueva primavera,
de vida y de flores
nacidas por tu fuego.

Y así recogeremos luego
en la paz dulce del estío,
los dorados frutos
nacidos de tu mano.

Así sea.



viernes, 30 de noviembre de 2018

AZOTEAS DE CADIZ


En Cádiz, las casas comienzan en la casapuerta, nombre gaditano de zaguán, que se dice en algunos sitios “SanJuan”, quizá porque crean que es un nombre más acorde y más bonito que el otro, y para mí que es así. Y, comenzando por la casapuerta, termina en la azotea, también llamada terraza en otros lugares, pero aquí tomó su hermoso nombre del árabe. No se hicieron aquí las casas con techo de tejas porque no hay nunca peso de nieve que soportar. Así que las casas tienen dos espacios comunes, el patio y la azotea.

En nuestros días, las azoteas tienen poca utilidad, y por lo tanto, poca historia, no así en mis tiempos de niño y adolescente. En esos años, la azotea era como un lugar de encuentro de los vecinos, aún más que el patio central de la casa.

Había en ellas un pequeño cuarto donde los vecinos lavaban la ropa, el lavadero. Lo presidía un gran recipiente circular de barro que se llenaba con agua, el lebrillo, se colocaba una tabla de madera de superficie ondulada y se restregaba la ropa mojada con jabón verde, antaño el único disponible, y hoy muy apreciado e imitado por su naturaleza neutra y su eficacia limpiadora. Ese era todo el equipamiento del magnífico artilugio, probablemente traído a Al-Andalus supongo que por los árabes, quienes trajeron casi todos los refinamientos en materia de limpieza e higiene.

Y ¡qué de historias sabía el lavadero! ¡si el lebrillo hablara…! Bueno, al fin y al cabo era normal. Ese cuarto solo se usaba por las mañanas o por las tardes hasta que se ponía el sol, porque no era usual que hubiera bombilla. Pero luego por la noche, y oscuro… ya se sabe, los niños son niños, pero luego crecen, claro y…, bueno, es fácil imaginar. Para mí que más de un gaditano fue fabricado en un lavadero y nacería con una fragancia a jabón verde y a ropa limpia envidiable.

Luego cayó en desuso y hoy en día solo se consiguen sus elementos en algunos anticuarios a precios exorbitantes. Tan raro se ha vuelto ver uno que no he podido encontrar una sola imagen de un lebrillo en el buscador de Google. De la tabla de lavar sí que he encontrado, y me parece que sé porqué. En casi todos los pueblos había un riachuelo cercano, donde se iba a lavar, pero en Cádiz, casi una isla, como no se lavara con agua de mar… así que se necesitaba un recipiente, el lebrillo.

Pero ¿y el agua dulce? porque entonces no llegaba el agua a la azotea, y las casas solo tenían un solo grifo, en la cocina, así que para coger agua era preciso avisar a todos los vecinos de los pisos inferiores para que cerraran los suyos. La solución era subir en cubos agua del aljibe que estaba… ¡en el patio! Eso eran otros tiempos, en los que las señoras no necesitaban ir al gimnasio.

Una vez limpia, y tras el remojo en agua azulada con añil, la ropa se escurría bien y se ponía a solear en la azotea. Había que evitar que el levante hiciera de las suyas, para lo que se le colocaban encima unos pesados pelotes, redondos como cocos, que aún hoy no se de donde se sacaban. Luego ya se le sacudiría el polvo que inevitablemente hubieran acumulado.

Pero, claro, estábamos también los niños, y ocurría que la azotea era nuestro improvisado campo de fútbol, en el que celebrábamos un día sí y otro también un partidito entre los vecinos.

Yo era un niño, pero participábamos todos, incluso Eulogio, el ditero, que era ya más que talludito. Y claro, había que evitar pisar la ropa, pero… en el fragor del partido… a punto de meter un gol, la ropa acababa con las huellas de nuestro ajetreo, con la consabida reprimenda de nuestras esforzadas madres y alguna que otra esposa.

La pelota, por llamarle de alguna manera, no era ni siquiera de trapo. Las hacía Alfonso, quien, aprovechando un descuido de su madre, despistaba un calcetín de su padre, el cual, relleno de papel de estraza, cosido, vuelto, y otra vez cosido, hacía las veces de balón. Pero no era de cuero, y cuando alguien la pisaba en una atrevida jugada se convertía en algo parecido a una tortilla, que más que rodar, era arrastrada.

Las más de las veces acababa en la azotea de un vecino. -¡Ya la has embarcao!- se escuchaba, palabra marinera que significaba que se había ido allende los mares, en nuestro caso a un lugar inaccesible. A veces se la rescataba, con el riesgo de mi hermano mayor, que era experto en bajar y subir bajantes de agua, y la de un vecino, que saltaba con la facilidad de un hombre del circo de azotea en azotea. Y si no era posible rescatarla, pues… al padre de Alfonso aún le quedaban calcetines en el cajón…

Y las macetas, ¡que decir de las macetas! Las azoteas estaban repletas de macetas, a cual más florida y sana. Yo no sé como eran capaces las mujeres de mantenerlas así. ¡Subían el agua del aljibe, a cubos, desde el patio, para regarlas! Y es que en Cádiz, si el levante se mantiene vivo y soplando más de dos días era seguro que todas morirían. Era un milagro, el milagro del esfuerzo y del cariño. Antes se dejarían morir ellas que se les muriera una planta.

Y estaba también el “patinillo”, un pequeño hueco que atravesaba la casa desde la azotea hasta el pequeño patio del piso bajo. Calculo que a lo sumo tendría seis metros cuadrados. El patinillo era también una pieza fundamental en la casa. Como todas las casas tenían acceso a él a través de un gran ventanal en la cocina, las señoras de la casa podían charlar por el hueco durante sus faenas del hogar. Y lo hacían durante horas, casi de continuo, yo diría que todo el día, menos en las horas de ir a la plaza. Se despotricaba de los maridos, se hablaba de los hijos, de lo que a cada una se le había ocurrido hacer ese día de comer, de cómo estaba la plaza y el pescado, y de todo lo que constituía por aquél entonces la vida cotidiana, sin televisión, sin prensa rosa, sin famosos, en días de mucho trabajo y angustias, pero de poco tiempo desocupado que ocupar con frivolidades y con poco espacio para ocupar con intereses extraños y con vicios degradantes.

Mucho trabajo y penuria, pero menos estrés y menos pensamientos circulares y obsesivos. No tenían energías sobrantes que dedicar a la ociosidad, la que, como se sabe, si no la ocupa Dios, la ocupan los demonios.

Ya cerca de la azotea, el patinillo se cubría con una reja, para evitar así el peligro de caída de las personas, sobre todo de los niños. De los niños, pero no de las pelotas, que se nos caían cada dos por tres hasta el piso bajo. Y en el piso bajo María había colocado su lebrillo de lavar particular, para no tener que subir al lavadero. En cada partido era casi seguro que una pelota caía en mitad del lebrillo de María, madre de Enriqueta, que era madre de Loli.

María era una viejecita enérgica y trabajadora, y de muy mal genio. Cuando una pelota estallaba ante sus narices en el agua del lebrillo, estropeando el lavado y salpicándola, a ella y a todo en derredor, María nos abrumaba con todo tipo de epítetos a cual más grave acerca de nosotros, de nuestros padres y de nuestros antepasados. Pero se le pasaba pronto el enfado, y el momento nos daba para muchas risas. Los niños… éramos niños, pero… ¡qué niños!

Las aventuras más excitantes eran los recorridos por toda la manzana de casas, de azotea en azotea. Aún hoy me resulta inexplicable que no ocurriera al menos una fractura de hueso, porque el recorrido era similar al de un escalador de montaña, pero aún más arriesgado, porque nadie llevaba ni arnés ni cordajes. Era a pelo. Unas veces se escalaba una pared, otra se trataba de dejarse caer a una azotea más baja, o también en descender por un bajante, y las peores consistían en saltar en el vacío de un pretil a otro de una casa adyacente. Creo que nos sentíamos como Tarzán en la selva, eso sí, sin lianas y ni taparrabos. No había azotea que nos fuera extraña. La más visitada era la contigua, ya que solo había que franquear un muro de unos tres metros. Esa azotea la coronaba una torre mirador, de las muchas que proliferan por todo Cádiz. Estaba de pié, pero en ruina, y era uno de los fantasmas de nuestras madres, quienes una vez y otra nos advertían:
-No os vayáis a subir a la torre, que está apunto de caerse…
Pero lo prohibido tiene un encanto irresistible, así que… aún siendo un lugar fantasmagórico y ruinoso, la subíamos con frecuencia.

Mucho después empezaron a llegar las primitivas lavadoras, y los niños dejamos de serlo. Y la azotea se quedó sola y tranquila, decorada con sus pacíficas y silenciosas macetas, y quizá, pienso yo, echando de menos nuestras visitas, nuestra alegría, nuestra inocencia, nuestras pisadas y nuestra compañía.

Pero también nosotros nos la quedamos en nuestros corazones para siempre, como un lugar donde dejamos gran parte de la infancia y donde vivimos nuestras mejores aventuras y nuestros mejores juegos.





martes, 17 de julio de 2018

MÚSICA, POESÍA Y AMOR


Solo hay tres cosas dignas de romper el silencio. La música, la poesía y el amor.
Amado Nervo


En una composición musical están presente las tres cosas. Música, poesía y amor. Si faltara alguna, no habría música. Sería preferible el silencio. Pero cuando el silencio se expresa, necesita de las tres vías. Y si no están presentes las tres, solo hay ruido, que no tiene nada que ver con el silencio, ni con su expresión.

Hay música y ¡qué música! Pero también hay poesía. Porque ¿no son poesía los sonidos que nos revelan el misterio de la belleza en toda su extensión, que abre los ojos del alma para que en verdad puedan ver? ¿qué abre nuestro ser interior al universo que nos rodea, y nos adentra igualmente a nuestro universo interior? ¿Y no son los dos universos el mismo universo, una y la misma cosa?

Y también es amor, porque el amor es la llave de la poesía, y también de la música. En verdad el amor es la llave de todas las cosas. No hay nada que se mueva sin amor y no hay música sin poesía y sin amor, como tampoco puede existir poesía sin amor ni música, ni amor sin música y poesía.

La poesía del universo y la música de los astros se expresan por el amor que los mueve. Nada se manifiesta sino por el poder de Eros. Y Eros es poeta. Y Eros también es músico.

Antes de escucharla, necesitamos unos momentos para invocar a Eros y colocarlo en el altar sagrado de nuestro ser interior. Si no está, no amaremos, y si no amamos no podríamos escuchar música. Solo oiríamos ruidos.

Todos sabemos que antes de entrar en el templo es preciso lavarse a conciencia, purificarse, desnudarse de toda vestimenta impura, callar nuestra mente y abrir nuestro corazón. Solo así podremos recibir la música dentro de nosotros. Solo así seremos purificados por ella. Y con ella vendrán de su mano, seguro, otros dioses, otros seres de luz.

Recibámoslos y prestémosle veneración. La música tiene el poder de invocar a los dioses, que a buen seguro responderán a la llamada. Pero solo si nuestro corazón es digno de su visita. Y podremos oír su voz. Pero su voz no suena en palabras. La voz de los dioses suena, necesariamente, en amor, en poesía y en música.


sábado, 5 de mayo de 2018

NOS ROBARON EL SILENCIO





Esto escuché al poco de encender la radio al ir a acostarme. Hablaba un chamán mexicano. Me llegó a mi centro tan directo y tan real que comenzaron a resonar en mi tantas cosas… tantas… y todas acordes a lo que dijo ese hombre.

Nos robaron el silencio. Repentinamente y de un solo golpe de luz vi que había sucedido así. De inmediato surgió la pregunta: ¿Y por qué? ¿Por qué habrían de querer robarnos nuestro silencio?

Poco a poco fueron apareciendo las respuestas, las certezas. El silencio era considerado peligroso. En el silencio se escuchan cosas peligrosas. Se plantean dudas peligrosas. En el silencio al hombre puede ocurrírsele pensar.

El silencio es peligroso, y para mantener en paz al rebaño hay que evitárselo y mantenerlo siempre en el ruido. En el ruido se dejará llevar donde queramos, pensará lo que queramos, sentirá lo que queramos, hará lo que queramos. Esto lo saben muy bien los amos de la caverna, los magos negros.

El silencio, y la soledad, pueden llevar al hombre al camino de salida y, lo que es más peligroso aún, puede contaminar a los demás. Y puede hablar y mostrarse de una manera especial, distinta a la ordenada al rebaño. Todo ser humano que mantenga silencio y soledad debe ser combatido con la marginación, con la calumnia, y si es preciso, con la muerte.

Hay que fomentar el ruido y el miedo al silencio. Hay que valorar la multitud en lugar de la soledad. ¿Quién sabe cuanto mal nos podría hacer el hombre silencioso y solo? Ruido, ruido, muchedumbre, hay que evitar que el ser humano se sienta distinto y poderoso. Hay que alabar a los mediocres, a los pusilánimes, a los deformes, a lo inarmónico, a lo feo, a lo vulgar, al sufrimiento, a las bajas pasiones. Hay que podar pronto los tallos que despuntan, a los únicos, a los individuos, a los que aman lo bueno, lo bello y lo justo. ¿Qué sería de nuestra modélica sociedad si unos cuantos se dedican a buscar tales cosas? Hay que convencerlos que esos ideales solo existen en su loca cabeza y que los seres humanos somos como somos y nada de esas cosas debe interesarnos, pues nuestra salud mental peligraría.

“Solo hay tres cosas dignas de romper el silencio, la música, la poesía y el amor”

Esto dijo Amado Nervo. Y no se equivocó. Porque la música, la poesía y el amor son silencio. Si son ruido ya no son nada. El silencio es armonía. La Naturaleza es armónica y silenciosa. Hace más ruido un árbol que cae que un bosque entero creciendo en silencio. El ruido es muerte, el silencio es vida.

Desde dentro de cada uno de nosotros hay alguien que habla y sabe lo que dice, pero habla tan bajito, casi susurrando, que es preciso permanecer en absoluto silencio para escuchar claramente qué nos dice. De otra manera, inmersos en el ruido, nunca le podremos oír, y por lo tanto escuchar su voz. Es la voz del silencio.

El ruido no es solo lo que captan nuestros oídos físicos, porque nuestros oídos físicos también pueden captar y llevar a nuestra alma el perfecto silencio de una música bella, del sonido del viento y las olas rompiendo en la arena. Y estas cosas no son ruidos, son la voz de la belleza, de la armonía y de la naturaleza. El ruido es inarmonía, es ausencia de perfección. Lo perfecto es bello, bueno y justo, y no es ruido, es armonía. Es el alimento de nuestro ser interior.

El ruido es la dispersión, lo que nos aturde constantemente, lo feo, lo vulgar, lo mediocre, los instintos, y, en general, todo aquello que nos impide oír la voz pura del silencio, de la armonía.

Siempre recuerdo lo que un día me dijo un gran amigo. Me dijo:

- Mira, imagina a cien personas reunidas en una plaza. Cada uno de ellos está hablando constantemente de asuntos dispares. ¿Qué escucharás? Ruido.
Ahora, organiza esas cien personas por el tono y la calidad de sus voces en cuatro grupos, dos grupos de mujeres y dos de hombres. Llámales sopranos a las voces altas de mujeres, y contraltos a las de voces bajas. Llámales tenores a los hombres de voz alta y bajos a los de voz de tono bajo. Consigue que aprendan cada grupo su parte de la partitura de, digamos, “Ave verum corpus”, de Mozart. Acompáñalos con un órgano y haz que canten en la plaza. ¿Qué escucharás entonces?

La respuesta era evidente: me quedaría mudo y mi alma escucharía, captaría y se alimentaría de armonía pura. Eso ya no era ruido. Eran las mismas cien personas que antes hacía ruido y ahora estaban produciendo armonía pura. Es decir, silencio perfecto.

“Antes de que el alma sea capaz de comprender y recordar, debe estar unida con el Hablante silencioso, de igual modo que la forma en la cual se modela la arcilla lo está al principio con la mente del alfarero.
Porque entonces el alma oirá y recordará.
Y entonces al oído interno hablará
LA VOZ DEL SILENCIO.”
(Fragmento del libro de igual título, en el que H.P.B. recoge ancestrales enseñanzas tibetanas)






viernes, 20 de abril de 2018

DAR Y RECIBIR



       Estábamos delante de unas pizzas, disfrutando de una excelente sangría y riéndonos con verdadera alegría, con la alegría de los verdaderos amigos.
     
       No sé como la conversación se deslizó a temas de cine, música y libros. Bueno, en realidad es algo muy común, sobre todo en nuestro círculo. Y hace mucho tiempo que venía rondándome una idea sobre el asunto, que quise expresar en voz alta. Me costó tanto hacerme entender, no sé si por mi impulsividad al hacerlo, por el rechazo que provocaba, porque es difícil de aceptar, o puede ser quizá también por la gran ingesta que hasta el momento había hecho de la deliciosa sangría. Incluso varias veces me pidieron que dijera claramente “habas claras”
     
       Les contaba que en casi todas las ocasiones que se le pregunta a alguien por sus aficiones suele contestar lo siguiente:
     
       - Leer, escuchar música, ir al cine y viajar.
     
       A veces se añade otra cosa, pero estas aficiones entran casi siempre en los gustos y preferencias digamos “normales”.
     
       Yo les decía que esto tenía un gran inconveniente, y consistía en que eran “actitudes pasivas”, en las que no se participaba activamente, como creador. Para ilustrarlo le dije:
     
       - ¿Y si nadie escribiera libros, ni hiciera música, ni películas, ni hubiera agencias de viajes, a qué demonios se dedicaría tanta gente? ¿Y si no hubiera televisión, a la que, aunque no lo dicen, le dedican muchas horas? Para que alguien lea un libro es preciso que alguien lo escriba primero. Para escuchar música es preciso también un compositor que la escriba, aparte de un director que la interprete y unos músicos que la ejecuten.  Para ver una película es preciso alguien que de a la luz el guión, la música, etc. Creo que la idea es fácil de entender. Si todos nos dedicáramos exclusivamente a esas aficiones terminaríamos por no poder disfrutar de ninguna, porque no habría ni libros, ni música ni cine ni casi nada de nada.
     
       Y ello es producto de la educación “pasiva” que nos imbuye la sociedad de consumo, más interesada en que “consumamos” que en que “creemos”. Cada vez hay más consumidores y menos creadores. Pero la discusión empezó cuando yo planteé que lo verdaderamente enriquecedor es la creación, y no el consumo.
     
       Aunque se planteó que el consumo no es del todo pasivo, circunstancia que admití, generalmente sí lo es, al plantearse elementos de consumo cada vez más digeridos y para los que es preciso cada vez menor esfuerzo.
     
       Así, no es lo mismo leerse el último best-seller, el que por cierto si es el mejor vendido (que es la traducción al castellano de best-seller), seguramente lo será porque la gran mayoría de la población es capaz de tragárselo, con lo que puede deducirse que su profundidad será escasa, que es mucho más fácil que leerse los Diálogos de Platón, las obras de Kant, y, en general, los clásicos, que, como es obvio, necesitan un mayor esfuerzo de comprensión y de asimilación. Afirmé que, mejor que leer “El código da Vinci” yo leería otra vez El Quijote, por ejemplo. Pero resultaba que todo el mundo lo había leído. Eso ya no lo pude pasar. Sí, todos lo leímos en el colegio, de chicos, me dijeron. ¡Claro, y qué remedio! Pero ¿quién lo ha leído de adulto por propia voluntad, sin ser coaccionado? Resulta que es el libro más famoso, más elogiado, más editado de la literatura española, pero pondría la mano en el fuego que es el menos leído. Aunque quien fuera o fuese me jurara o demostrara lo contrario. Será, y lo creo, best-seller, pero para ponerlo en la estantería del mueble bar.
     
       Creo que por este camino, y como los creadores son también y cada vez más, consumidores, salvo bellas excepciones, llegaremos pronto al momento de no tener nada que llevarnos al cerebro, salvo, claro está, los clásicos, de la literatura, del cine, de la música y de todo lo demás.
     
       Pero lo trágico de esta cada vez más fomentada y frecuente actitud pasiva es que no sólo repercute en la creación artística, sino en cualquier plano de la actividad humana. Así, en el amor queremos antes ser amados que amar, en la amistad queremos tener amigos antes que ganarlos, en el trabajo queremos cobrar antes que trabajar, y en la convivencia exigimos de nuestra pareja antes que entregarnos a ella, queremos que Dios nos ayude, sin ayudarle a Él dentro de nosotros, y hasta hay gente que quieren ir al Cielo como se estila ahora, como el aprendizaje del inglés...... ¡Sin esfuerzo!




martes, 10 de abril de 2018

LA GRASIA DE CAI


     Hablaba con un viejo amigo, casado felizmente con una mujer japonesa, matrimonio de muchos años, cosa por cierto hoy poco corriente, sobre lo difícil y complicado que puede resultar para un gaditano entenderse con una persona nacida en oriente, como es su caso.
 
       Yo le decía que ya es difícil entenderse con un español del norte, como pudiera ser un catalán, un vasco o un gallego. Y, apurando más aún con un andaluz de cualquier otra provincia, granaíno, por poner un caso. Así que con una japonesa…
 
       No lo digo, por supuesto, en el terreno del lenguaje, que todos sabemos es difícil también, o en las costumbres, o en la cultura. Y si no lo cree así, pruebe un gaditano a explicarle a alguien que no lo sea en qué consiste que algo esté “cambembo”. Poco menos que imposible que lo podamos explicar, y mucho más imposible que el otro lo entienda. Yo, en este caso, para no empeñarme en algo destinado al fracaso, lo que hago es enseñarle una sartén cambemba, o una mesa cambemba. Así es más fácil que lo comprendan.
 
       Lo verdaderamente difícil, que a veces se convierte en un tormento para el gaditano, y mucho más aún para el forastero, es entender la grasia de Cai. El doble sentido, la exageración, el hablar en serio algo que es en broma, o en broma algo que es serio, y otras muchas cosas propias de aquí.
 
       ¿Cómo puede entender un forastero que llamemos cariñosamente a alguien “hijo puta”, por ejemplo, y nos quedemos tan tranquilos ese alguien y nosotros? ¿Y por qué no puede entenderlo? Pues porque ese alguien, también gaditano, sabe perfecta e inmediatamente si se trata de un apelativo cariñoso o de un insulto, pero el forastero no puede entender cómo logra adivinarlo en décimas de segundo.
 
       La guasa no tiene cura, dicen por aquí. Y es bien cierto. Está tan enraizada en la gente de Cai que, si tratáramos de extirparla sería imposible, a riesgo de extirparle su esencia de gadita.
 
       Por experiencia, creo que lo más complicado para un forastero es conseguir descifrar rápidamente si lo que un gadita le cuenta se trata de algo en serio, verídico, o lo está diciendo en broma. Lo más usual es que piense que le está tomando el pelo, e incluso más de uno se ofende.
 
       Para mí es un auténtico placer y un baño gadita el hacer cola en el puesto de churros de mi amigo El Luna, el del puesto de La Guapa, y sobre todo en verano, que hay mucho forastero. Me contaron que el mes pasado, agosto, había una cola considerable esperando para comprar los excelentes churros que hace y vende allí mismo, a la vista de los clientes. Y en estas, llegó un hombre que, saltándose la cola, pidió que le despacharan. Por supuesto, El Luna le señaló la cola, con una breve pero clara instrucción, a lo que el hombre, que era forastero, le espetó en alta voz:
 
       - Oiga, que yo no soy de aquí, que soy de fuera…
 
       Tras oír toda la cola tan absurdo argumento, comenzó el cachondeo.
 
       - Venga, Luna, despáchale a este hombre ya, que no es de Cai.
 
       - Joé, Luna, ¿lo vas a hacer esperar? ¿No te ha dicho que es de fuera?  ¿Qué van a pensar de la gente de aquí, que hacemos esperar a los  veraneantes? A lo mejor el hombre tiene prisa, o lo está esperando su  familia en la Caleta con el cafelito en la mesa…
 
       - Desde luego, Luna, eres un cabrón. A partir de mañana me voy al  puesto de al lao, sieso. ¡Vaya forma de tratar a una persona que es de  fuera…!
 
       En fin. A qué abundar. Os lo podéis imaginar. Guasa y risa para un buen rato.
 
       Esto es una anécdota de los cientos que se pueden vivir todos los días. Me han contado que hay gente “de fuera” que va a ver los partidos de fútbol en Cádiz no para ver el partido, que es lo que menos le interesa, sino para escuchar los comentarios de los que tiene alrededor. Por supuesto, coincido con ellos. Los comentarios suelen ser mucho más interesantes que el partido. Mucho más. Y sobre todo para una persona “de fuera”.
 
       Tengo amigos y amigas sudamericanos, inteligentes y con sentido del humor, que han tardado años en acomodarse a este batiburrillo verdaderamente infernal del doble sentido y de la guasa, de la mezcla constante entre lo serio y lo jocoso, entre lo cierto y lo falso, entre lo justo y lo exagerado.
 
       - Quillo, el otro día estuve a punto de coger una corvina de tres kilos.
       - ¿Se te perdió? ¿Rompió la línea? ¿No pudiste subirlo? ¡Que pena ¿no?!
       - ¡Qué va! ¡Peor! Estuve a punto, pero se dio cuenta el del puesto del pescao…
 
       Todo el día igual. De ahí la fama que tenemos de que todo lo tomamos a broma y de que no hay manera de entenderse con nosotros.
 
       Pero yo diría que sí que hay forma. Es cuestión de paciencia, cariño, sentido del humor y finura de inteligencia. Y lo que sí puedo asegurar a cualquiera es que, una vez conseguido, se tiene uno asegurado una vida alegre, risueña y apacible en esta tierra, difícil, sí, pero, como todo lo valioso, inapreciable.