lunes, 27 de abril de 2015

EL PROGRESO PULCRO


- Buenos días- dijo el principito.
- Buenos días- dijo el vendedor.
Era un vendedor de píldoras perfeccionadas, de las que apagan la sed. Tomando una a la semana, ya no se siente la necesidad de beber.
- ¿Por qué vendes esto? –dijo el principito.
- Supone una gran economía de tiempo –dijo el vendedor-. Los expertos han hecho cálculos. Se ahorran cincuenta y tres minutos a la semana.
- ¿Y qué se hace con esos cincuenta y tres minutos?
- Se hace lo que se quiere...
“Yo –se dijo el principito-, si tuviera cincuenta y tres minutos para gastar, andaría despacito hacia una fuente...”

El principito. A. de Saint-Exupery


  El progreso camina hacia la pulcritud. Vamos camino de un futuro aséptico. Sin suciedad, sin microbios, blanco e inmaculado. Algo así como Mikel Jackson. Que era más negro que el sobaco de un grillo, y sin embargo se puso más blanco que el culo de una monja. Además, y por si los bichos le atacaran, vivía aislado del sucio mundo, en su burbuja, y con su mascarilla anti-polvo. Su dormitorio debía ser lo más parecido a un quirófano, y su cocina será algo similar a un módulo de mando de una nave espacial. ¡Ojalá que se le derramara la leche y le salieran cucarachas por el fregadero! De esas de alas, y se le vuele una hasta la mascarilla. Seguro que se muere de un vahío.

  Yo desconfío de tanta limpieza. Me gusta comer con las manos y chuparme los dedos. Siempre procuro ir a mear a mi platanera en lugar de en la fría taza, y no me gusta llevar zapatos. Prefiero barrer para fuera, y después de un trabajo duro, me siento satisfecho sintiendo el sudor, fruto de mi esfuerzo, y contemplo mis manos sucias y mis brazos arañados con la extraña satisfacción de que estas cosas para mí son pruebas de que he hecho algo por el universo. 

  La cocina no me parece cocina si no huele a puchero, o a sardinas, y creo que de una forma natural, debería de estar repleta de chorizos colgando de la pared, barras de pan en la mesa, y una gran olla de leche recién hervida, con su costra de nata arriba. Siempre recordaré (lo que no recuerdo es dónde ni cuándo la vi) una gran chimenea de campo, de esas que tienen un enorme tiro hasta el techo, y dentro de ese tiro grandes trozos de carne cruda, que de esa manera natural, se estaban ahumando. ¡Eso es vivir bien, y no el “progreso”!

  Una vez, cuando teníamos la caravana en un camping de Tarifa (¡qué paraíso!), me contaron en el supermercado que los alemanes jamás comprarían pata negra recién cortado de la misma pata y delante de ellos. Simplemente porque les parece que esa pata tan sucia y con tanto moho, necesariamente debe de estar podrida. ¡Podrida! ¡Podrida está su cabeza! Ellos lo tienen que comprar con las lonchas ya metiditas, todas igualitas, en un plastiquito de esos tan limpios y tan pulcros. ¡Pues anda que si ven un gran queso de oveja metido en boñiga de vaca, o una ración de ostiones recién cogidos! O una docena de erizos...

  Al parecer en nuestra moderna cultura hay que eliminar el olor de la vida, la visión de la vida, el tacto de la vida. Todo debe ser pulcro, limpio, sin gérmenes nocivos.

   Es una desgracia la cultura de la limpieza que nos ha tocado vivir. Y es una desgracia, porque en suma es un apartarse de la vida, de lo natural. Y todo en aras de unas pretendidas ventajas, que no sé dónde están. Conozco a uno muy pulcro que tiene una casa en Chiclana. Se cambió a otra sin pinos porque decía que daban mucha suciedad, que llenaban todo de pinocha y ensuciaban el gramón y el agua de la piscina. ¡Vaya! No querrá que de los pinos caigan billetes de de 100 euros, ni botes de Don Limpio. Los pinos tienen que echar pinochas. Si no, no serían pinos. Una buena solución para él sería cambiarlos por otros de plástico. 
        
   No tiene perros porque los perros cagan y mean y además sueltan pelos. Tiene chimenea pero no la enciende en invierno, porque suelta ceniza y algunas veces humo. Además, la leña le ensucia el suelo. Y se ha comprado un aparato de aire acondicionado. ¡No te fastidia! Pues en lugar de irte al campo, vete a tu casa-quirófano, toda pulcra, toda limpia, sin moscas, sin arañas, sin pinochas. ¡Ah!, y cómprate una mascarilla para cuando salgas, no te vayas a infectar, como el blanco y negro.

  La vida a veces huele mal, y es sucia, y a veces fea. Pero sólo si se la ve de esa manera. A mí las pinochas no me parecen sucias, ni las arañas, ni las mierdas de mis perros. Son tan solo manifestaciones de la vida, quizá no las más agradables, pero si trato de eliminarlas también eliminaré las más bellas. Si renuncio a estas cosas, ningún pino me dará su benigna sombra en las horas duras del verano, ni podré acariciar a mis perros y darles mi cariño, ni tampoco podré unirme con el fuego contemplándolo en las noches de invierno.

  Y desde luego jamás comeré jamón de pata negra metido en un plastiquito, ni fabada asturiana metida en un bote, ni vino de Jerez en lata. Por cierto que alguno de estos pulcros se desmayarían si vieran, como he visto yo en los días que pasé trabajando en una bodega, que cosas se hacen, algunas de pura alquimia, para conseguir el vino que tienen en la copa.
.....

  Un momento, que me voy a poner un whisky, en una copa limpita, con su hielo pulcro, y su bandejita debajo para no manchar la mesa. Ahora vengo.

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        Me acuerdo ahora de mi hermano el mayor, que me decía en una ocasión que deberíamos hacer como las gallinas, que es vivir con el sol de la estación. Quiere decir esto levantarnos con el sol y acostarnos con él, o por lo menos dejar toda actividad a esa hora, que como sabemos varía de invierno a verano. Por algo los días de verano son más largos y los de invierno más cortos. Hay que amoldarse a eso y no ignorarlo. Nuestros “relojes biológicos” no están ahí para nada, no lo olvidemos.
        
 Quizá el mejor modelo de sociedad pulcra esté en Suiza o en los países nórdicos. Países indudablemente fríos y carentes casi de todo interés, salvo las suecas, claro. Nadie habla alto, todo está limpio y ordenado, es impensable encontrarse una mierda de perro en la calle. Todo el mundo es civilizado y respetuoso con los demás. La música y la televisión se ponen bajitas. Nadie se muestra en público mal vestido, sucio ni borracho. Pero como indudablemente vivir así debe ser un auténtico martirio, tienen los índices más elevados de suicidios. Controlan tanto sus sentimientos, sus emociones y su expresividad que me resulta difícil imaginar a dos suecos amándose, todo serios, calladitos y sin dar rienda suelta a sus pasiones más vitales. 

  Como decía antes, todo ello en contra de la vida, que es de por sí incontrolable, salvaje, telúrica, desordenada y anárquica, como vemos en las películas hiperrealistas del antiguo cine italiano.

  Vi una vez una película que trataba de una sueca que tenía que educar a una niña, que creo que no era hija suya, no recuerdo ahora porqué, y era muy representativa de lo que hablo. La señora trataba de una manera exquisita a la niña. Cuando tenía que corregirle duramente porque la niña, como todos los niños, hacía faenas, nunca le daba en ese momento, perdiendo los nervios, un azote, sino que la reconvenía con palabras duras, pero bien dichas, todo sin alterarse exteriormente, manteniendo una frialdad exquisita, con lo que la mala leche se le iba quedando dentro a la señora, y por supuesto la transmitía sin palabras a la niña. 

  Todo un ejemplo de “buena educación”, que en el fondo era una influencia terrible para la niña, que acabaría más traumatizada que si en el momento, y sin violencia, la buena señora le hubiera dado dos sonoras patadas en su pequeño trasero, o dos buenos gritos. Una buena muestra de la auto-represión en la vida. Auto-represión que a la larga degenera en no poder ponerse en contacto con la vida, asustarse de ella y desear largarse.

  Eso es el “progreso pulcro”. Todo ello unido a tener los problemas cotidianos solucionados, como el qué comer, la casa donde vivir cómodamente, escuelas para los niños y el médico que te arregle las inevitables averías del motor y los óxidos de la carrocería. Pero estas cosas, aunque puedan parecerlo, no son lo esencial de la vida. Lo esencial de la vida es tener con quien comunicarse, con quien reírse a carcajadas, con quien emborracharse, con quien acostarse a hacer diabluras y con quien cruzarse por la calle y gritarle: “¡¡Quillo, ¿qué?!!

 Por eso quizá los suecos no entiendan como la gente en Cádiz, o en cualquier pueblo andaluz, son mucho más felices que ellos, más desinhibidos, más alegres y más hospitalarios. Más desprendidos, más generosos, más campechanos y, en el fondo, más seres humanos. Y pensarán: -hay que ver lo felices que son y... ¡con lo pobres que son...!

  Pero el progreso actual es un engaño. Solo se ha tratado de aliviar los problemas materiales de la vida y se ha tratado de evitar todo lo que hiere la sensibilidad más burda, todo lo que tiene un tono vital elevado, lo que hace ruido, lo que altera los nervios. Y así, viven todos cómodamente, confortablemente, pensando que han eliminado todos los problemas, cuando lo que se ha conseguido es realmente eliminar la vida, en lugar darle más calidad y calor. 

   Y llega el momento en que se preguntan por su vida, y empiezan a pensar dónde la dejaron. Y la dejaron en su evasión de la vida. Y no les es posible seguir viviendo de esa manera tan insulsa. Se querrán bajar en la próxima. 
        
  O bien se vienen a vivir al sur, donde hay sol, hay hormonas, hay jamón de pata negra y vino, donde hay risas, hay riñas, hay voces, hay niños corriendo y gritando en las plazas, hay bragas tendidas en los balcones y perros meándose en la calle.



jueves, 23 de abril de 2015

LO QUE IMPORTA



Ayer, paseando con mis perros por las calles casi solitarias y casi silenciosas, vino a mi mente una idea que seguramente habría estado cocinándose durante largo tiempo dentro de mí, esperando una forma clara con la que entrar en mi conciencia. Y entró de repente.

Seguramente la chispa que encendió la llama y luego la luz fue que escuché a dos novios que discutían agriamente, lanzándose recíprocos reproches, y luego a dos ancianos que intercambiaban opiniones sobre cómo se estaba arreglando la calle, si bien o si mal.

Y pensé: Nadie se ocupa de lo que le importa. Todos se ocupan de lo que no les importa.

Y paradójicamente, es así exactamente. Parecería que es al revés, que todos nos ocupamos ante todo de nosotros mismos. Pero nada más lejos de la realidad. En la práctica, todos huimos de nosotros mismos. El mero hecho de acercarnos un poco nos da terror.

Lo nuestro debería ser ocuparnos de nosotros mismos. Del estado de nuestro ser. Del estado de nuestra mente, de nuestra conciencia, de nuestras emociones, de nuestros sentimientos, de nuestras contradicciones, de nuestras manías, de nuestras energías, de nuestro cuerpo, etc., y no tanto de los demás.

Así descubriríamos cosas que distan mucho de la idea que tenemos de nosotros mismos, casi siempre pura fantasía. Y de una manera valiente y osada, cumpliendo el requisito sine qua non del “Conócete a Ti Mismo”, comenzaríamos la tarea de mejorarnos.

Por ahí se llega, no a la meta, sino al comienzo, en cuyo lugar es preciso e indispensable encontrarse con la humildad, esa virtud que nos enseña lo poco que somos en realidad. Y de ese conocimiento básico y necesario del "solo sé que no sé nada" es del que se puede partir en busca de la sabiduría.

Es preciso comenzar por ser un egoísta consciente. Y un egoísta consciente es aquél que se ocupa de lo que en realidad le debe importar: él mismo. A partir de ahí podrá ocuparse de los demás.



lunes, 20 de abril de 2015

HOJAS, FLORES Y FRUTOS




 Paseaba distraídamente por una calle soleada, y mis ojos tropezaron con la esquina descuidada y seca de un pequeño jardín. Unas yucas viejas sobrevivían estoicamente en una tierra yerma y desabrida. Pero ¡oh, milagro! en sus pináculos lucían los grandes penachos blancos de flores que hacen de corona de su verde arquitectura.

 Amo las plantas, y algo se movió en mis aires y en mis pasos. ¡Dando flores en su situación! Me resultaba sorprendente.

 Me vino a la memoria mi amigo Carreño, el campero, aquél día que le pregunté por qué mis tomateras solo daban hojas y hojas, pero no me regalaba flores amarillas ni las veía parir las verdes bolitas.

 Tras mucho preguntarme sobre como las trataba, emitió su veredicto, para mi inapelable: las regaba mucho, mucho más de lo que debiera. Por eso no daban flores ni frutos. Tienes que hacerlas penar –me dijo-, solo así te darán frutos. Solo así sus raíces la fijarán a la tierra y será fuerte. Como tú las tratas saben que nada les falta y se dedican a vivir confortablemente, no se esfuerzan en nada.

 Sus sabias sentencias de viejo labrador se quedaron grabadas en algún lugar de mis misterios, por paradójicas, por sabias y también por incomprensibles.

 Mucho más tarde, y en etapas de mi vida que fueron duras pero fecundas, volvieron a mí. Y pude ver que así era. Y supe que un marino se hace marino en las tormentas y en los temporales, y en los restos del naufragio, mucho más que en sus travesías de bonanza.

 Mis yucas... mis tomateras... ¿son quizá habitantes de mi alma?



jueves, 16 de abril de 2015

miércoles, 15 de abril de 2015

martes, 7 de abril de 2015

AZOTEAS DE CÁDIZ

En Cádiz, las casas comienzan en la casapuerta, nombre gaditano de zaguán, que se dice en algunos sitios “SanJuan”, quizá porque crean que es un nombre más acorde y más bonito que el otro, y para mí que es así. Y, comenzando por la casapuerta, termina en la azotea, también llamada terraza en otros lugares, pero aquí tomó su hermoso nombre del árabe. No se hicieron aquí las casas con techo de tejas porque no hay nunca peso de nieve que soportar. Así que las casas tienen dos espacios comunes, el patio y la azotea.

En nuestros días, las azoteas tienen poca utilidad, y por lo tanto, poca historia, no así en mis tiempos de niño y adolescente. En esos años, la azotea era como un lugar de encuentro de los vecinos, aún más que el patio central de la casa.

Había en ellas un pequeño cuarto donde los vecinos lavaban la ropa, el lavadero. Lo presidía un gran recipiente circular de barro que se llenaba con agua, el lebrillo, se colocaba una tabla de madera de superficie ondulada y se restregaba la ropa mojada con jabón verde, antaño el único disponible, y hoy muy apreciado e imitado por su naturaleza neutra y su eficacia limpiadora. Ese era todo el equipamiento del magnífico artilugio, probablemente traído a Al-Andalus supongo que por los árabes, quienes trajeron casi todos los refinamientos en materia de limpieza e higiene.

Y ¡qué de historias sabía el lavadero! ¡si el lebrillo hablara…! Bueno, al fin y al cabo era normal. Ese cuarto solo se usaba por las mañanas o por las tardes hasta que se ponía el sol, porque no era usual que hubiera bombilla. Pero luego por la noche, y oscuro… ya se sabe, los niños son niños, pero luego crecen, claro y…, bueno, es fácil imaginar. Para mí que más de un gaditano fue fabricado en un lavadero y nacería con una fragancia a jabón verde y a ropa limpia envidiable.

Luego cayó en desuso y hoy en día solo se consiguen sus elementos en algunos anticuarios a precios exorbitantes. Tan raro se ha vuelto ver uno que no he podido encontrar una sola imagen de un lebrillo en el buscador de Google. De la tabla de lavar sí que he encontrado, y me parece que sé porqué. En casi todos los pueblos había un riachuelo cercano, donde se iba a lavar, pero en Cádiz, casi una isla, como no se lavara con agua de mar… así que se necesitaba un recipiente, el lebrillo.

Pero ¿y el agua dulce? porque entonces no llegaba el agua a la azotea, y las casas solo tenían un solo grifo, en la cocina, así que para coger agua era preciso avisar a todos los vecinos de los pisos inferiores para que cerraran los suyos. La solución era subir en cubos agua del aljibe que estaba… ¡en el patio! Eso eran otros tiempos, en los que las señoras no necesitaban ir al gimnasio.

Una vez limpia, y tras el remojo en agua azulada con añil, la ropa se escurría bien y se ponía a solear en la azotea. Había que evitar que el levante hiciera de las suyas, para lo que se le colocaban encima unos pesados pelotes, redondos como cocos, que aún hoy no se de donde se sacaban. Luego ya se le sacudiría el polvo que inevitablemente hubieran acumulado.

Pero, claro, estábamos también los niños, y ocurría que la azotea era nuestro improvisado campo de fútbol, en el que celebrábamos un día sí y otro también un partidito entre los vecinos.

Yo era un niño, pero participábamos todos, incluso Eulogio, el ditero, que era ya más que talludito. Y claro, había que evitar pisar la ropa, pero… en el fragor del partido… a punto de meter un gol, la ropa acababa con las huellas de nuestro ajetreo, con la consabida reprimenda de nuestras esforzadas madres y alguna que otra esposa.

La pelota, por llamarle de alguna manera, no era ni siquiera de trapo. Las hacía Alfonso, quien, aprovechando un descuido de su madre, despistaba un calcetín de su padre, el cual, relleno de papel de estraza, cosido, vuelto, y otra vez cosido, hacía las veces de balón. Pero no era de cuero, y cuando alguien la pisaba en una atrevida jugada se convertía en algo parecido a una tortilla, que más que rodar, era arrastrada.

Las más de las veces acababa en la azotea de un vecino. -¡Ya la has embarcao!- se escuchaba, palabra marinera que significaba que se había ido allende los mares, en nuestro caso a un lugar inaccesible. A veces se la rescataba, con el riesgo de mi hermano mayor, que era experto en bajar y subir bajantes de agua, y la de un vecino, que saltaba con la facilidad de un hombre del circo de azotea en azotea. Y si no era posible rescatarla, pues… al padre de Alfonso aún le quedaban calcetines en el cajón…

Y las macetas, ¡que decir de las macetas! Las azoteas estaban repletas de macetas, a cual más florida y sana. Yo no sé como eran capaces las mujeres de mantenerlas así. ¡Subían el agua del aljibe, a cubos, desde el patio, para regarlas! Y es que en Cádiz, si el levante se mantiene vivo y soplando más de dos días era seguro que todas morirían. Era un milagro, el milagro del esfuerzo y del cariño. Antes se dejarían morir ellas que se les muriera una planta.

Y estaba también el “patinillo”, un pequeño hueco que atravesaba la casa desde la azotea hasta el pequeño patio del piso bajo. Calculo que a lo sumo tendría seis metros cuadrados. El patinillo era también una pieza fundamental en la casa. Como todas las casas tenían acceso a él a través de un gran ventanal en la cocina, las señoras de la casa podían charlar por el hueco durante sus faenas del hogar. Y lo hacían durante horas, casi de continuo, yo diría que todo el día, menos en las horas de ir a la plaza. Se despotricaba de los maridos, se hablaba de los hijos, de lo que a cada una se le había ocurrido hacer ese día de comer, de cómo estaba la plaza y el pescado, y de todo lo que constituía por aquél entonces la vida cotidiana, sin televisión, sin prensa rosa, sin famosos, en días de mucho trabajo y angustias, pero de poco tiempo desocupado que ocupar con frivolidades y con poco espacio para ocupar con intereses extraños y con vicios degradantes.

Mucho trabajo y penuria, pero menos estrés y menos pensamientos circulares y obsesivos. No tenían energías sobrantes que dedicar a la ociosidad, la que, como se sabe, si no la ocupa Dios, la ocupan los demonios.

Ya cerca de la azotea, el patinillo se cubría con una reja, para evitar así el peligro de caída de las personas, sobre todo de los niños. De los niños, pero no de las pelotas, que se nos caían cada dos por tres hasta el piso bajo. Y en el piso bajo María había colocado su lebrillo de lavar particular, para no tener que subir al lavadero. En cada partido era casi seguro que una pelota caía en mitad del lebrillo de María, madre de Enriqueta, que era madre de Loli.

María era una viejecita enérgica y trabajadora, y de muy mal genio. Cuando una pelota estallaba ante sus narices en el agua del lebrillo, estropeando el lavado y salpicándola, a ella y a todo en derredor, María nos abrumaba con todo tipo de epítetos a cual más grave acerca de nosotros, de nuestros padres y de nuestros antepasados. Pero se le pasaba pronto el enfado, y el momento nos daba para muchas risas. Los niños… éramos niños, pero… ¡qué niños!

Las aventuras más excitantes eran los recorridos por toda la manzana de casas, de azotea en azotea. Aún hoy me resulta inexplicable que no ocurriera al menos una fractura de hueso, porque el recorrido era similar al de un escalador de montaña, pero aún más arriesgado, porque nadie llevaba ni arnés ni cordajes. Era a pelo. Unas veces se escalaba una pared, otra se trataba de dejarse caer a una azotea más baja, o también en descender por un bajante, y las peores consistían en saltar en el vacío de un pretil a otro de una casa adyacente. Creo que nos sentíamos como Tarzán en la selva, eso sí, sin lianas y ni taparrabos. No había azotea que nos fuera extraña. La más visitada era la contigua, ya que solo había que franquear un muro de unos tres metros. Esa azotea la coronaba una torre mirador, de las muchas que proliferan por todo Cádiz. Estaba de pié, pero en ruina, y era uno de los fantasmas de nuestras madres, quienes una vez y otra nos advertían:
-No os vayáis a subir a la torre, que está apunto de caerse…
Pero lo prohibido tiene un encanto irresistible, así que… aún siendo un lugar fantasmagórico y ruinoso, la subíamos con frecuencia.

Mucho después empezaron a llegar las primitivas lavadoras, y los niños dejamos de serlo. Y la azotea se quedó sola y tranquila, decorada con sus pacíficas y silenciosas macetas, y quizá, pienso yo, echando de menos nuestras visitas, nuestra alegría, nuestra inocencia, nuestras pisadas y nuestra compañía.

Pero también nosotros nos la quedamos en nuestros corazones para siempre, como un lugar donde dejamos gran parte de la infancia y donde vivimos nuestras mejores aventuras y nuestros mejores juegos.