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viernes, 24 de junio de 2011

LA MIRADA SERENA


Pasé algunos veranos en El Palmar de Vejer. Es una playa de Cádiz muy particular, al menos lo era en aquellos días.

Hace años que no voy, pero entonces era virgen. Todo estaba justo como se puso en el comienzo. Arena, mar, viento, y esas plantas que uno nunca entiende como pueden crecer en la playa. Y algo todavía más particular. Donde acababa la arena comenzaban los sembrados. A tres metros de la dorada pero estéril arena crecían espléndidas zanahorias en una tierra increíblemente negra y olorosa.

Me resultaba un milagro. Un día pregunté a Domingo, el hijo hortelano de José, cómo era posible. Sonriendo, me contesto: - Esto que ves –me dijo señalando a su amada tierra-, solo es arena y estiércol. Nada más es preciso.

Vivíamos en unas pequeñas y humildes casas que José había transformado de establos para vacas en casitas para veraneantes. Y estaban junto a la gran huerta, donde cultivaba, bien pimientos, tomates o calabacines, si era verano, o apios tempraneros, habas, coles o lechugas si era invierno. Y muchas otras cosas que no recuerdo. Lo que sí recuerdo es que amaba su tierra. Seguramente la tierra en que vio la luz, y también seguramente la tierra donde verá la otra luz.

Su corazón es sencillo, y tan claro y humilde como el agua que riega sus campos. Ya es mayor, anciano, y una tarde de Septiembre le vi caminar despacio, andando en la luz benigna del atardecer andaluz. ¿Dónde irá José? –me pregunté- Le vi sentarse más tarde en la acera que rodea la casa que se hizo su hijo junto a la suya. De lejos le observaba, sin querer turbar su paz. Pero algo me empujó a ir junto a él. Y me senté a su lado. -¿Que tal José?-, dije. Volvió su cara lentamente y me miró. Nunca olvidaré su mirada. Abrió algún surco en mi pecho que aún no he cerrado esperando que germine su semilla de serenidad.

Quizá muchas veces me pregunté qué sería la serenidad, esa perdida virtud que solo atribuyen a los sabios antiguos. Pero no sé si hoy existen sabios. Sí sé que José sí lo es y que su mirada está en mí y que desde entonces su semilla ha ido germinando.

Comprendo que las virtudes no son gratuitas ni fruto del pensar o meditar. Son fruto de la vida. Y sé algo de su vida que me contó su hijo. Y desde entonces entiendo su tranquila mirada al sol poniente.

Pasó sus días abriendo las entrañas de la tierra, regándolas con su sudor, entregándole sus días de fuerza, llevando en sus espaldas el sol del sur, mirando al cielo, observando los vientos. Riendo con los brotes y los frutos, llorando con las heladas.

Engendró sus hijos, crió sus vacas, cebó sus cerdos. En tiempo de garbanzos, garbanzos. En tiempo de lentejas, lentejas. Carne en manteca y alguna arroba de vino conseguida por algunos sacos de trigo.

Sembrar, segar, trillar, aventar, moler, hornear,... comer. Esa fue su vida. Comió su tierra amada, entró en sus venas, en todo su ser. Y él es ahora la tierra, germinada con el sol, las lluvias y los vientos.

Y su mirada, esa que quedó en mí aquella tarde como un regalo, como una prenda, es para mí la mirada del planeta, de los soles y de las galaxias.


domingo, 31 de enero de 2010

BENDITO SEMBRADOR





Sembraron en mí semillas
cuando yo ya creía
que mi tierra era estéril,
pedregosa y árida.

Invierno y otro invierno,
sin brotes en primavera,
sin esperanza casi,
casi sin fe.

Estiércol y estiércol,
araron y araron,
lluvia en otoño,
sol en primavera.

Pasaron los ciclos,
mi tierra yerta,
mis ojos ciegos,
mi palabra muerta.

Un día, una luz
alumbró mi frente.
Y oí una voz.
¡Eres labrador!

Tomé mi azada,
amé mi tierra,
miré hasta el sol,
y comprendí.

Nueva primavera
llegó, y entendí.
Los brotes surgieron,
y luego crecieron.

Bendije semillas,
labrador y azadón.
Bendije los brotes...
bendije al sembrador.









martes, 26 de mayo de 2009



No.

No huiré de mi dolor.
Quiero sembrarlo en los surcos abiertos de mi piel,
hasta que mis lágrimas, en ríos presurosos,
puedan despertar las escondidas semillas de mi alma.

Y sólo cuando los tiernos brotes sean fuertes a los vientos,
podrá, la fuerza fecundante de su esencia,
terminada su labor, dura pero santa,
resumirse en el descanso oscuro del olvido.

No otra cosa hace la pequeña semilla germinada
cuando en dolor y en esfuerzo
abre en dos la piel dura de la tierra
para abrazar libre el espacio del aire y del sol.

Como la dulce ostra, que no rechaza su dolor,
y cubre al intruso con lo mejor de su ser
hasta hacerlo perla de su dolor
y dar su belleza al amante afortunado.

Como la tierna luna, delicada y serena,
que esconde su belleza humilde
en los cegadores rayos de su padre celeste,
mas feliz alumbra las dolorosas horas.

Así seré, en mi dolor, mi maestro.
Humilde aceptaré su amoroso abrazo
en la feliz confianza serena
de su ánimo purificador y glorioso.

viernes, 27 de marzo de 2009

PRIMAVERA




Texto, voz y montaje de Abraxas.
Música: Antonio Vivaldi, concierto para dos mandolinas, primer movimiento.

viernes, 20 de marzo de 2009

PRIMAVERA


                                                         




  Una vez más, el torbellino de las galaxias giró sobre sí mismo, y una vez más, las estrellas,
       en su larga marcha, penetraron las sombras, y de nuevo rasgaron las viejas tinieblas.

¡Fiat lux! ... Resonó fuerte de nuevo. Desde el centro a los confines, desde el diminuto átomo a las grandes esferas, desde el arroyo a la mar inmensa, desde el hueso recóndito a la diáfana piel.

      Y en nuestra casa toda, se oyó el silencioso grito, la orden celeste, y... nunca nada se cumplió con más gozosa diligencia.

      Se aprestaron a la tarea los viejos leños, despertó de su frío la nieve, salió de su cueva el oso, arrojando lejos el viejo abrigo inútil del invierno. 
       Son fechas de la naturaleza gloriosa, en su renacer, de los días en que la luna incluso nos asegura que el sol existe.
       
       Días de plenitud.
       
       Y la tierra despierta, con un golpe de luz, y fuerza las maderas dormidas y la tierra muerta a gestar sus jóvenes brotes, a mostrar sus trozos de sol: en los bosques, en las sangres y en los cielos.
       
       Nuevos nidos, nuevos aires, nueva luz...

       Y nuestros ojos, nuestras manos y nuestros pies... ofrendan su pureza ante el altar de Perséfone, que, gozosa, vuelve  a nosotros, otra vez a nuestra casa.
       
       Ya no hay más infiernos, ya no hay más muerte; no hay más desolación. 
       ....
       Resucitamos
       …..
       
       Y, de nuevo, marchamos junto a Perséfone, hacia la luz, hacia el calor y hacia la vida.