Los ficus de Cádiz son, y han sido siempre, compañeros fieles y constantes de todo gaditano, al menos de todos los que seguimos vivos y coleando en esta bendita ciudad tres veces milenaria.
Dicen que los trajeron desde el otro confín hasta su madre gaditana dos dulces monjitas misioneras, quienes, me figuro, le dieron sus mimos en la larga travesía, quizá aún viviendo su infancia verde en pequeñas macetas de barro. Puede ser que ni siguiera imaginaran la buena y alegre vida que tendrían en esta su nueva tierra, junto al mar, a los pies de las aguas de La Caleta y asomados a la bahía azul por encima de la balaustrada de La Alameda.
Pero, como otros visitantes que tropiezan con este luminoso lugar, decidieron quedarse, hacerse nuestros amigos y darnos su alegría, su verdor, y su sombra. A cambio, nosotros también le dimos nuestro cariño y agradecimiento.
Imagino a los enfermos del Hospital de Mora asomados a la ventana, ya convalecientes de sus dolores, llenando sus pulmones, sus ojos y su corazón del aire fresco de las aguas y del verdor infinito y perenne de estos gigantes de troncos aferrados a la vida, de ramas que acarician el cielo, de miríadas de hojas de hermosos tonos pardos y verdes que mueven incesantemente la brisa marinera. Quizá fueran los mejores enfermeros en su cuidado, los mejores músicos a sus oídos, la más hermosa paleta de cualquier pintor.
No quieren irse ni a tiros. Eso se ve claramente en la manera como sus inmensos pies se aferran a nuestro suelo, y penetran profundamente en ella, buscando en la tierra el agua que harán luz en el cielo. Siempre que paseo por La Caleta me acerco a sus troncos y me siento un rato a su lado. Para mí que no hay mejor compañía que un majestuoso árbol, que siempre nos da idea de grandeza, de crecimiento hacia lo alto, de perseverancia y de generosidad. Escuchar el viento en su copa es mi mejor música y contemplar el vuelo de sus hojas, mi mejor espectáculo.
A los pescadores les brida sombra y protección para ellos y sus cañas, delicadamente apoyadas en la balaustrada de La Alameda, a la espera paciente de una lubina o un pargo despistadillo que acuda a su engaño. ¡Cuántos peces habrán visto salir de las aguas para placer de pescadores y de afortunados comensales luego! Siempre me pareció que aplaudían con sus hojas el buen resultado de un lance certero…
Admirado y respetado por sus compañeros de ese bello jardín, es como el humilde rey de todos. Con todos comparte tierra y luz, y en su derredor se abren las más hermosas flores y dan fruto naranjos y otros hermanos pequeños. Él se conforma, a pesar de sus humildes y pequeñas flores, de sembrar el paseo de pequeñas pelotitas verdes para animar el juego de los niños.
Todos hemos jugado con ellas, cuando nuestros juegos tenían como únicos protagonistas lo que encontrábamos por la calle. Y, a veces, con resultados no esperados y funestos. Siempre viene a mi memoria, junto con una sonrisa, el día en que, tras escuchar misa en el Carmen, paseaba con un amigo un día de Corpus. Apenas tendríamos 11 ó 12 años, y nuestras madres nos había ungido con el obligado por entonces vestido especial para la fecha. Camisa blanca, camiseta blanca, pantalón corto blanco, calcetines y zapatos blancos. Revestidos de blanco, como nuestras almas de niño.
Y volvíamos por la Alameda, junto al mar. Íbamos pateando distraída y alegremente esas pelotitas que nos regalaban los ficus en esos días.
-¡Mira, yo he llegado más lejos que tú!
- ¡Que va, que va… yo he llegado más lejos…!
- ¡Vamos a ver hasta donde llegamos en el mar! Así veremos quien llega más lejos, porque la espuma de su caída nos lo dirá.
-¡Venga, venga!
No recuerdo ahora quien llegó más lejos. Lo que sí recuerdo es que mi amigo llevaba zapatos de mocasines, de esos que no llevan cordones, y a la cuarta o quinta patada, su zapato voló por los aires, como blanca gaviota, y sí que llegó lejos, tan lejos y tan irrecuperable que tuvo que emprender el camino a casa con el único zapato que le quedó en los pies. Mientras, el otro se mecía suavemente, como pequeña barquilla blanca al compás de las olas.
Iba aterrado, sin saber que clase de explicación daría a su madre. Por supuesto era muy difícil encontrar alguna verosímil para lo sucedido….
En fin… cosas de niños… y de ficus.
2 comentarios:
Que hermosa entrada Abraxas. Comienza con los hermosos ficus y termina con la hermosa dulzura de la inocencia, blanca como palomas, tal y como la ropa con que los niños habían sido engalanados.
Un abrazo
Describes un bello paisaje de tu Cádiz y tu memoria, verde y blanco, lleno de frescura e inocenia.
En mi tierra, Castilla, mi árbol regio, robusto, magestuoso y muy amado es la encina.
Un abrazo
Teresa
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