No fueron las mañanas blancas,
ni tampoco los espacios, otra vez limpios y gloriosos.
No han sido los infinitos pájaros,
en el cielo más azul abriendo tirabuzones.
Ni los rojos, púrpuras y blancos que las flores
hacen diminuta espuma sobre el verde extenso.
Ni siquiera el dulce y amoroso aire
que pasó de nuevo, encendido,
de los infinitos soles a mis recónditos átomos.
No. Sólo han sido tus ojos, su brillo y su llama,
como fuego inmenso, de tu centro lejano
al mío encendido.
Ellos son los que cantaron,
en silencio, con voz sonora y dichosa:
¡He renacido!
¡Hemos prendido de nuevo nuestras ascuas!
¡El Universo nos pertenece!
¡Desde el grano de arena a las galaxias,
el pequeño arroyo y los océanos,
los minúsculos brotes que abren los leños,
los infinitos huevos que rompen a la luz,
las largas espumas de la luna en las orillas...!
Todo nuestro y de todos.
Todo otra vez en nuestra casa.
Todo está... y todo es.
Y no distinguimos ya nuestras fronteras
de las del Universo divino, que, una vez más,
rió con nosotros, reímos uno y juntos
otra ancha y más eterna primavera.
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