jueves, 7 de febrero de 2008

LA MIRADA SORPRENDIDA

Quizá sean los niños los únicos que de verdad ven las cosas con asombro. Ya de mayores vemos todo como con unas gafas sucias, todo borroso y distorsionado. No, no es la vista cansada. Es el alma cansada. Es el corazón cansado. Quizá por ello el maestro nos recomendó que tratáramos de ser siempre como niños. Con mirada pura, sin juicios, sin enfadarnos, sin alegrarnos, sin querer cambiar nada, sin querer arreglar nada. Solo viendo la creación en su milagro de todos los días.

Siempre recordé aquella canción de mis días jóvenes en la que se hablaba del tonto de la colina, “The fool on the hill”. Me dio mucho que pensar. En alguno de sus versos decía: El tonto, sentado en la colina, ve, al atardecer, como se mueve el planeta bajo sus pies. Aquellos versos quedaron, como el arpa, en un ángulo oscuro de mi salón interior. Y mucho años más tarde, he empezado a vislumbrar su significado. ¿Quién de nosotros siente la tierra moverse en el espacio infinito? ¿Quién de nosotros mira con asombro a las estrellas?


Siempre fui un habitante de la ciudad. Desde pequeño y hasta hace unos años. Nunca llegué a saber si los melones los daban alguna clase de árbol frutal o se sacaban de dentro de la tierra. No tenía la menor idea de como pudiera ser una mata de pimientos. Y llegó un día en que soñamos con un pedacito de tierra, en la que, a la sombra apacible de unos pinos, pudiéramos recrear nuestro pequeño paraíso verde.


Y, poco a poco, como de verdad se hacen las cosas que luego merecen la pena, fuimos construyendo un jardín en un camino de cabras. Y también nació mi pequeño sueño. Un huerto, también pequeño, como mi sueño. Pero a lo largo de los años, los inquilinos de ese pequeño pedazo de tierra lo han hecho grande para mí. Para mi amor y para sus amores. Y planté una primavera algunas tomateras. Pero luego, tras el verano, llegó el otoño. Y un día gris de Noviembre fui al campo con Miguelito. Mientras el se dedicaba a la diversión del siglo, ver la tele, y pensando por mi parte que podría hacer de utilidad, me fui a mi pequeño huerto con idea de desmontar los soportes de las tomateras, ya mustias por los fríos. Iba pensando en aquello que leí un día...

Si quieres ser feliz una hora, embriágate
Si quieres ser feliz un día, haz una bonita fiesta
Si quieres ser feliz una semana, prepara un viaje
Si quieres ser feliz un mes, cásate
Si quieres ser feliz toda la vida, cuida tu huerto

Y mientras me ocupaba en cortar los lazos que aún las tenían prisioneras, mientras desmontaba los palos de la estructura, mientras arrancaba de la tierra sus cortas pero firmes raíces, recordé:

Solo podré dar dos cosas a mi hijo: Raíces y alas

y pensaba en estos pequeños arbustos que alguien nos trajo un día del otro lado del Atlántico.

Y también pensé en Carreño, ese hombre de pelo ya casi teñido de blanco que un día volvió de Holanda y compró un trozo de tierra roja con el sudor que dejó en las fábricas. En esa tierra hizo lo que llevó en la sangre desde que vio la luz, el milagro de los paritorios, de los alumbramientos, de las creaciones cotidianas. De sus almácigas salían miles y miles de plantitas. Esta es lechuga, aquella pimiento, la de más allá calabacín.Imaginé cómo Carreño puso sus semillas con mimo y amor bajo la gran caseta de plástico, en la tierra estercolada, al abrigo de fríos y vientos del invierno. Como allí, todas juntas, casi abrigándose, fueron creciendo esas plantitas, pequeñas yerbas como niños, endebles e indecisas, pero con toda la fuerza que guardaba su semilla, buscando el cielo, buscando el sol y el aire.

Cómo cuando fueron haciéndose mayores, y el cielo más clemente, fue llevándolas a la tierra abierta, al espacio, a la lluvia y al viento. Ya no las puso tan cerca unas de otras. Los jóvenes necesitan más espacio en que moverse, necesitan abrir sus ramas, enterrar sus pies y mover sus manos. Alguien vendría a tomarlas de la mano, alguien las llevaría lejos, alguien las amaría. Habría seguramente alguien que las valoraría, les daría un porqué y un destino.

Y yo me acerqué por el camino de zahorra mojado, en la primavera aún húmeda y fresca, buscando a Carreño, esperando que apareciera entre su mundo verde, mientras jugaba un poco con los pequeños gatitos de la caja. Siempre con ganas de jugar... Tu madre nunca para ¿eh?... también es cierto que no tiene que daros de comer.

Miraba su porche de hiedras tan verdes,... sí, se han recuperado.

-¿Recuerdas como se me secaron el pasado año?

-¿Ves, Carreño?, lo verde es fuerte. Ahí la tienes. Solo mirarla te curas de la tristeza.

Y vi como elegía de su almáciga las plantas más fuertes, las más alegres, las más decididas a marchar. Otra vez juntas, atadas con la cinta de palmera que solo él sabe anudar, las llevé conmigo.

Y pensé, mientras arrancaba mis tomateras secas, en aquél día en que las llevé a su nueva casa, que yo había preparado con tanto mimo para ellas. ¿Qué pensarían?

La tierra mullida y negra. El aire fresco y limpio. El sol brillante de abril. ¡Tenía hasta preparado los palos en que treparíamos cuando fuéramos mayores! Siempre soñé con escalar hacia el cielo, con subir más alto. Colgaré mis frutos de ahí. En racimos caerán, rojos, frescos y brillantes. Alguien los tomará para él. Alguien sentirá el aroma de mi alma, el frescor de mi cuerpo.

Y crecieron. Crecieron alegres y confiadas. Mi mano las fue llevando hacia arriba. Mis manos cuidaron de sus pies y de sus manos. Sus flores amarillas, amarillo robado al sol, pronto entregaron su belleza al verde corazoncito, al que el estío vistió de gala, rojos corazones.

¡Cómo los miré, como los miraba, una y otra vez! Era un milagro, era una aparición, era inexplicable, era hermoso, era... glorioso. Era el milagro de la creación.

Y eran los hijos de mis manos. Los nietos de mi corazón.

Cuando los cosechaba -hay que tomarlos con cuidado, no hay que dañar la rama- los ponía suavemente en la cesta. Y cuando la cesta estaba llena, la miraba... ¡Ah! ¿Hay espectáculo más hermoso? ¿Hay cuadro pintado por la mano humana con más belleza?

Y cuando mis almas más cercanas visitaban mi casa, los llevaba a la mesa, bien cortados, y ponía encima el plato con cuidado, casi religiosamente. Cerca ya de la boca de mi amigo, miraba sus ojos, para comprobar si el milagro del frescor de días y días, el milagro del sol allí almacenado, movería su alma como movía la mía.

Y día tras día, en el largo y cálido verano, sus fibras y su alma se fundieron con las mías, fueron carne de mi carne, y su espíritu impregnó el mío. Miré el sol, y lo sentí dentro de mí.

Y ahora estaban a mis pies. Secas y yertas. Pero gloriosas en su destino cumplido, y sus talentos bien empleados. No, no han muerto, porque aún sus secas hojas alimentarán la tierra, y porque su vida está ahora en mis venas, en mi carne y en mi alma.

Benditas tomateras, ¡gracias!



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