sábado, 8 de agosto de 2009

MIRADAS II

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Y poco a poco y una a una, como pétalos deshojados que caen lentamente, fueron apareciendo miradas desde la perdida memoria de mis días de luz. Miradas que se grabaron en los pliegues de mi pecho, como las canciones de cuna, como los amores de la primera juventud. Y las fui rememorando, trayéndolas otra vez a mí y engarzándolas en el poco oro que me queda, como el joyero engarza sus piedras, con el fin de no olvidarlas nunca.
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LA MIRADA DE LAS ESTRELLAS

Iba un día hace mucho tiempo en el autobús, camino de mi acostumbrado ensayo con la Coral, y paseaba mi mirada por el reducido recinto buscando algo digno de mirar. Siguiendo con mi inveterada costumbre de fijarme en las jovencitas (con limpia mirada, se entiende), (bueno... a veces no tan limpia, mea culpa), observé a una chica cuya mirada me fascinó. Por su embeleso, por su bondad, por su alegría profunda y pura. Esbozaba una sonrisa beatífica. Se le caía la baba, vamos. Y, es lástima, pero no me miraba a mí.
Cuando, tras varias personas que tenía a modo de obstáculo, encuentro el objeto de su fija mirada, lo descubro. Estaba allí, serio, pequeño y grande. Era un niño. Un niño muy pequeño, de meses quizá. Seguí observando dentro del autobús y encontré otras tres señoras igualmente con la baba rezumante.

Y quedé perplejo, pensativo. Porque las mujeres que lo miraban no estaban fingiendo la acostumbrada sonrisa halagadora que habitualmente se le ofrece al hijo de un amigo o conocido. Era algo natural, algo espontáneo, algo que surgía de las profundidades telúricas de aquellas hembras. Y entendí. Yo era un hombre, y me sorprendía al tiempo que me fascinaba aquél espectáculo de amor sin precio que se me había brindado generosamente en mi anodino viaje dos veces por semana.

Y, pasado los días, he recordado con frecuencia aquellas imágenes, y como me resulta algo misterioso y profundo, hoy me gustaría reflexionar sobre ello, aunque sé que nunca podré comprenderlo ni sentirlo. Para ello es preciso ser mujer.

Así y todo, muchas veces me he encontrado ensartado en miradas de niños y de cachorros, en las que he visto mejor que en ningún otro sitio todo lo que merece ser buscado.

A veces, miro a algún niño, y pronto su mirada queda fija en la mía. Y pienso, ¿qué estará viendo en mí? Me miran fijos, profundos, serios. A veces, luego de un tiempo, ríen, no sé por qué. Y siempre me sorprende su espontaneidad, su frescura, su misterio.

He leído que ellos traen del cielo la esencia del auténtico ser del hombre, y la traen pura, fresca, seguramente esa esencia de la que habla Jesús cuando nos aconseja ser como niños. Pero con el tiempo ese ser puro, esa esencia, es recubierta por algo parecido al caparazón de la tortuga, a la concha del caracol. Y entonces ya no se ve, ya no se expresa. No es capaz de traspasar el caparazón. Y no se desarrolla, no crece. Está dormida, como la princesa del cuento. Esperando al príncipe que la despierte con su beso de amor. Y también dicen que cuando el hombre decida volver a ella, a lo celeste y puro, ha de alimentar esa esencia con su cascarón.

El águila macho siembra la semilla en la hembra. Polvo de estrellas en el centro de la tierra. Espíritu de Dios que se cierne sobre la faz del abismo. Destello de luz en las tinieblas. Y esa hembra engendra su huevo, cosmos omnipresente. Y despierta ese pequeño ser, en el rayo eterno de la creación, una creación tan importante como la del Universo, o quizá la misma. Y más tarde ese ser se alimenta de su huevo, come su carne, absorbe su ser externo, y crece él, y mengua su entorno. Y al fin es sólo él, preparado, listo para la luz y el espacio. Solo queda un obstáculo. Duro cascarón que le cierra al sol y a las estrellas. Pero pequeño desafío para su creciente fuerza y para su seguro destino.

Crece y crece, y su vida rasga y quiebra su prisión. Y al fin está en la luz, desvalido y pequeño, pero con todas las estrellas a su lado para llevarlo a las alturas.

“Y sola, y sin su nido, volará el águila al encuentro del sol”.

Existe un respeto universal por ello. Aún los animales carnívoros respetan a los cachorros. Hay algo que les lleva no a temerlos, sino a asombrarse de su pureza. Algo semejante al respeto por el sol. Sí, hay algo de sol y de estrellas en la mirada de un niño. Y el cachorro vence sin lucha, y es respetado sin miedo. Como el sabio, como el anciano. Hay algo en sus miradas que nos penetra, que nos envuelve, que nos enamora.

Seamos siempre niños. Los ángeles estarán siempre a nuestro lado.


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