lunes, 13 de diciembre de 2010

AL CÉSAR LO QUE ES DEL CÉSAR






A veces, una lectura un poco profunda y reflexiva de algún asunto nos aporta una comprensión de asuntos que hoy nos interesan. Es el caso de los evangelios que han llegado hasta hoy, donde se describen episodios de la vida de Jesús de Nazaret.

El título que he puesto a esta reflexión fue una respuesta de Jesús a preguntas insidiosas de los fariseos. Y fueron, principalmente los fariseos, los que llevaron a Jesús a su humillación pública y a su muerte. A pesar de que el poder político era ostentado mayoritariamente por saduceos y que Judea estaba bajo el paraguas civilizatorio y militar de Roma, los fariseos gozaban del respeto de las clases populares y su prestigio era grande.

Fue Roma, en la persona del Procurador Pilatos, quien sentenció la muerte de Jesús, como instancia última de la justicia, pero ello fue así por la presión que ejercieron sobre la sentencia tanto saduceos como fariseos los que, respectivamente, ostentaban el poder político y el favor popular.

Los fariseos gobernaban, no tanto el Sanedrín, donde estaban en minoría, sino, lo que era más importante, la forma de vida religiosa de la mayoría de los judíos. Y la concepción religiosa judía, desde entonces hasta ahora, contenía grandes dosis de normas de vida y de convivencia, estableciendo lo que podríamos entender como una especie de derecho de gentes exterior que se superponía al derecho romano, siendo casi siempre de mayor importancia y fuerza que él. El origen de la normativa de vida radicaba en la ley mosaica, a la que se habían añadido algunas normas tomadas de la tradición, para dulcificar algunas de dureza especial.

De aquí proviene el sentido de los muchos dilemas sin salida que los fariseos continuamente proponían en público a Jesús, con el fin de conseguir argumentos con los que poder deslegitimar sus enseñanzas. Recordemos el episodio de la mujer adúltera:

Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante delito de adulterio. En la Ley nos ordena Moisés apedrear a éstas; tú, ¿qué dices?

Era una trampa. Es cierto que la ley mosaica establecía sin ambigüedades ni excusas dicha condena a muerte, pero también lo es que en aquél tiempo esta ley se había suavizado por considerarla excesivamente cruel e injusta. De esta manera, cualquier de las dos opciones se convertiría en un argumento de denuncia pública. Si autorizaba la ley de Moisés se le acusaría de cruel e inhumano, y en caso contrario, de fomentar el incumpliendo de los mandatos del creador del judaísmo. Todos sabéis como Jesús resolvió lo que parecía irresoluble, dando además una excelente enseñanza sobre la hipocresía humana.

En otra ocasión se le planteó lo siguiente:

Maestro, sabemos que eres sincero y que con verdad enseñas el camino de Dios, sin darte cuidado de nadie, y que no tienes acepción de personas. Dinos, pues, tu parecer: ¿Es lícito pagar tributo al César o no?

Si aceptaba que sí, negaba también la justicia de la ley de pagar diezmos al Templo, dando en cambio el dinero a Roma.

Si decía que no, sería fácil acusarlo ante el Procurador por fomentar la rebeldía al imperio.
Sabéis seguramente también la respuesta, excelente respuesta y excelente enseñanza, en la que, al mostrar un denario y preguntar de quién era la efigie que se reproducía en él, planteaba claramente la distinción, entonces inexistente entre los judíos, entre poder terrenal y poder espiritual. Todos sabemos que esta diferencia fue ignorada igualmente por muchos dirigentes posteriores a la religión que fundó, quienes pretendieron aunar poder terrenal y espiritual, en una suerte de reedición del imperio que contribuyeron a derribar.

Es curioso, y creo que olvidado, que estas situaciones que se vivieron en Judea hace dos milenios podrían aplicarse fácilmente a otras de la mayor actualidad. El establecimiento de normas de vida ancestrales extremadamente rígidas, cuando no absurdas, propias de la Edad Media, la confusión entre poder terrenal y vida espiritual, la creencia en un pueblo elegido enfrentado a los gentiles o infieles, las promesas de un premio o castigo eterno por nuestros “pecados” y cosas de este tenor, mantienen nuestra civilización, hija aún, aunque enferma, de Roma, en peligro de desaparición.

Nos vendría bien un buen Maestro que nos recordara las enseñanzas sublimes del amor, de la hermandad de los hombres, de la justicia real y humana y… de tantas otras cosas.



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