Debo hacer memoria, porque en nuestra querida Caleta quedan muy pocos de sus ancestrales habitantes. La ola de avaricia que nos baña arrasó con muchos de los compañeros de nuestros paseos infantiles por sus rocas y sus arenas.
En sus recónditos huecos vivían, apaciblemente, entre rocas, entre marea y marea, entre aguas, entre sus arenas, con los vientos, bajo el sol y bajo la luna. Pululaban una infinitud de amigos que esperaban nuestra inocente visita, y que participaban de nuestros juegos.
Todos tenían el nombre que les habíamos dado, generalmente asignado por su similitud con formas conocidas y familiares.
Allí vivían los chochos de vieja, pegados a las rocas, con su penacho de finos tentáculos a merced de la marea con el que atrapaban cualquier cosilla comestible que pasara por allí. Jugábamos a tocarle sus pelillos, pelillos a la mar, y entonces se encogía y los guardaba en sus adentros, mostrándonos solo su ciega abertura, de ahí el nombre asignado, cual vulva añeja, ajada y de oscuro color.
Entonces despreciadas y denostadas, solo juego de niños, y hoy un manjar exquisito fritos en envoltura de harina de garbanzos, las famosas y apreciadas “ortiguillas”. Recordando mi infancia me costó probarlas, pero cuando las probé, pensé que es cierto el dicho de “gallina vieja hace buen caldo”.
También su contraparte masculina tenía un lugar entre mareas, los conocidos como carajos de mar, por su gran similitud con el mismo en situación de combate. Pobre infeliz, nunca fue apreciado, y quizá hayan desaparecido de sus oquedades por faltarle chochos de vieja con que compartir faena y soledad.
Y ¡qué decir de los simpáticos camarones… pululando en cualquier charco o chimenea de rocas, con su elegante manera de moverse. Transparentes, finos, como pequeñas gambas aristócratas, atrapaban nuestras miradas durante horas. Sus saltos eran como bailes en el agua transparente, como ballet acuático en el escenario del rico decorado pardo y verde de las rocas. Llevarse uno en un frasco de vidrio era un seguro de entretenimiento en nuestra casa…
¡Qué cosas! ¡Qué felices éramos observando nuestros compañeros de la Caleta…!
Cosa aparte era toparse con ¡un cangrejo moro!
-¡Eh! ¡Venid! ¡Un cangrejo moro! ¡He encontrado un cangrejo moro!
-¡Anda ya! Será una coñeta…
-Que no, que es un cangrejo moro…
No era fácil encontrar un cangrejo moro, no porque no los hubiera, sino por las precauciones a que le había llevado su instinto de supervivencia. Vivían en las oquedades de las rocas, su color y pelaje les camuflaba perfectamente para no ser visto, y sus movimientos lentos se petrificaban ante la presencia de un depredador sospechoso. Solo verlo era un milagro, cosa solo de expertos mariscadores.
-¡Seguro que está lleno… y que tendrá coral…!
¡Qué bueno, que bueno! Qué buenos cuando los comprabas a la puerta de la cervecería de El Puerto, ya cociditos, en su canasta de mimbre, todos iguales y alineados, con sus grandes bocas…
No recuerdo más delicado manjar…
Claro es que habían otras especies de cangrejos, pero, eso sí, mucho menos apreciados. Entre ellos, y el más abundante, bello y útil era la coñeta.
Verde, más pequeña que el moro, la coñeta, a la que también llamábamos mariquita por su apariencia menos varonil que el moro, era carná habitual para la pesca de peces mayores, con caña o en barca. Se colocaba viva en el anzuelo para engañar con sus movimientos al gran pez, que la creía un desayuno fresco y agradable, aunque algo le mosqueaba el que no se largara corriendo. Aquí, en Cádiz, los peces saben latín…
Con ella y los restos de otros mariscos se prepara un excelente caldo de pescado para los guisos. Eso sí, cuando un amigo gran cocinero me explicó como se hace para añadirla a la olla hirviente, me pareció cruel, pero… ¿qué no es cruel en la cocina? Recuerdo que, en mi infancia, comíamos pollo por Navidad, y se traía a casa vivo y coleando. Lo bajábamos a nuestra vecina Enriqueta, que era la matarife oficial de la casa. Le cortaba el cuello de un tajo y lo desangraba y desplumaba… En casa nadie se atrevía a tal asesinato a sangre fría.
Pues la coñeta se pone viva sobre el mármol y se le da un buen martillazo. El despachurre resultante se añade a la olla y ya está. Este secreto no contarlo por ahí, que mi amigo es muy celoso de su profesión.
Bueno, sí, son cosas de la cocina, pero no hablemos ahora de eso… hablemos de cosas mas delicadas. En realidad, ningún niño puede admitir que el filete que le pone su mamá en el plato viene de una hermosa y tierna ternera que alegremente pacía en el campo. Y es mejor que no lo sepa en su niñez.
Está, como no, el erizo, plato nacional del cantón gaditano, elevado a símbolo del Carnaval y La Viña. Este apacible animalito, que a nadie daña, salvo al que imprudentemente se le acerca para zampárselo, es una delicia pararse a observarlo. Eso sí, es preciso tener mucha paciencia, porque solo se mueve en caso de necesidad.
Forma parte de esos animales marinos que tienen los pies por cualquier sitio diferente a los mamiferos. En este caso, su nombre científico lo deja entrever: equinodermo, el que tiene la piel erizada. Pero sus espinas o púas no solo son defensas, sino también pies, aunque parezca increíble. En ellas se apoya y, moviéndolas consigue avanzar para donde quiere, eso sí, a paso de caracol. Me recuerda a los cefalópodos, que viene a significar el que tiene los pies en la cabeza, y también otros muchos, con las patas en cualquier sitio.
Dicen que el jugo que almacena en su espinosa cáscara es lo más parecido al sabor del mar, y que, cuando se degusta, se come puro mar. Su coral, el suave sabor de su esencia, recuerda el perfume de la espuma de las olas.
Caso aparte son las lapas, tan enmarañadas con las rocas que es difícil descubrirlas, solo parecen pequeñas excrecencias de las mismas. Como un sombrero chino, no pocas veces la llevábamos a casa como un trofeo. Y los burgaíllos, caracolas de mar diminutas, de sabor marinero, que te ofrecían por las calles de la Viña en un cartucho generoso de papel de estraza.
Los ostiones, hermanos pobres de las ostras, de concha curvada y anárquica, cerradas a cal y canto, y adheridas fuertemente a su casa hecha de conchas de sus antepasados, la piedra ostionera. Infinidad de sus conchas son aún visibles en las piedras con que está construida la ciudad. De sabor marino, es usual comerlas tal cual se cogen, a lo más con unas gotas de limón. Para los no acostumbrados, rebozadas son un majar exquisito.
Y, por fin, los más emblemáticos, las mojarras y las gaviotas.
La mojarra quizá sea el pescado que más identifica a la ciudad. Animal de una belleza inusitada, plateando en sus movimientos dentro del agua, nadadora, acrobática, formó parte siempre de nuestra infancia, en la que, caña del país al hombro, íbamos a probar suerte en el camino del castillo de San Sebastián. De mano, terciaítas, para plancha, para frito… era una gloria llevar a casa una canastita de ellas, las pobres aún casi vivas, tanto, que daba dolor comérselas.
Y las gaviotas… ¡qué decir de ellas! Compañeras inseparable en el cielo, atentas a cualquier migaja de pan, excelentes voladoras y excelentes pescadoras, era un placer verlas planear contra un fuerte levante, inmutables, como si nada, auténticas pobladoras de nuestros mares, puede decirse que dueñas de nuestro aire y de nuestras miradas a lo alto.
4 comentarios:
Vaya amigo!!! que su texto me ha dado un apetito de una suculenta parihuela, no sé si sabrá es una sopa con toda clase de mariscos; que al tomarla luego ¡¡¡le viene un sueño!!! que parece que se hubiera tomado cien valiums, nunca supe cómo se come el cangrejo y los camarones, una vez me encontraron comiéndome el camarón entero y la antena de ´´este se me había atorado entre los dientes, mis amigos se rieron mucho; pero no vi que ninguno comiera ni me dijera cómo se come un camarón, yo me lo sigo comiéndo completo
Una buena sopa de mariscos... ummmmmmm!!... que rica. Y si la haces añadiendo una cabeza de rape, pues... ni te cuento...
Bueno, los camarones se comen enteritos, los cangrejos son ya otra cosa, hay que saber abrirlos, pero es muy fácil, cuando lo ves hacerlo una vez ya sabes. Y están de miedo, a mí es el marisco que más me gusta, junto con los centollos, las nécoras y demás de la familia.
Un abrazo.
Cuanto he disfrutado con este texto, y las de cosillas que he aprendido.
So es que como las aguas de Cádiz no hay nada.
Un abazo
Querida Verdial,
sospecho que no estás demasiado lejos de aquí.
Si vienes, me avisas antes de llegar y nos damos un paseo por la Caleta...
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