domingo, 27 de abril de 2008

EVADIRSE


Sólo tienes una vida...
No la vivas como espectador.

Hoy fui temprano a comprar el Diario donde siempre, un chico agradable y simpático con el que siempre suelo cambiar unas palabras y reírnos un rato. Cuando estaba con él pasaron unas señoras, charlando. Y ocurrió lo que tantas veces me ocurre últimamente. Las escuché, porque hablaban en voz muy alta y no puedo cerrar los oídos. Hablaban de alguien, y decían –es un sinvergüenza, un sinvergüenza... No sabes lo que me ha hecho... –

Le dije a Luis, que así se llama el de los Diarios:

-¿Qué te parece, Luis? Por lo visto el único que tiene vergüenza siempre es solo el que habla-

Y me dijo:

- No pienses, que te vuelves loco...- me contestó. Y, añado yo, y mucho menos pensar sobre nosotros mismos.

Escucho más o menos lo mismo que dijeron las señoras todos los días. En la calle, en el autobús, en todos sitios. El resto de los mortales, excepto la que habla y su interlocutora (ya la acusará luego de lo mismo, cuando se haya ido) son unos sinvergüenzas, unos malvados, gente que debería estar en la cárcel, o como mínimo internado en un centro para enfermos mentales.

¿Qué es lo que pasa? Pues lo que pasa es que pensamos que vivimos en una sociedad en que todo el mundo es perverso, menos nosotros, claro. Y, a poco que miráramos dentro nuestro veríamos que no somos muy distintos. Pero nosotros preferimos ignorarnos. No. No hay que pensar cómo somos nosotros. No hay que pensar, no hay que reflexionar, y, mucho menos ocuparnos de nuestra vida. Para eso tenemos la de los demás para ocuparnos. Sobre la nuestra todo consiste en evadirse. A toda costa. Los que deben cambiar (y no ser tan sinvergüenzas) son los otros. ¿Infantil, verdad?

Parece que esta es la consigna actual e universal. Evadirse, evadirse, evadirse... Y, ¿de qué? Evidentemente, de uno mismo.

Hoy, lo cierto es que el “progreso” nos brinda infinidad de posibilidades hasta ahora impensables y desconocidas. La ciencia evoluciona que es una barbaridad... cantaba una vieja chirigota de Cádiz. Podemos entontecernos de mil maneras diferentes, y todas muy sugestivas e hipnotizantes.

Desde la omnipresente y omnipotente televisión, hasta la radio, el fútbol, las películas, la infinidad de revistas existentes, los millares de libros de todo tipo y tema, los viajes por el mundo, los ordenadores y la internet, la “música”, los periódicos, la política, los chismes de todo tipo y color y, a qué abundar, miles de ocupaciones ociosas en que “distraernos” ¿Distraernos de quién” Pues, naturalmente, de nosotros mismos. Somos unos indeseables para nosotros mismos. Somos un peligro a evitar, un ser al que tememos profundamente, del que hay que huir, y por supuesto no entrar en ninguna clase de tratos con él. Nos podría traer un montón de problemas, problemas que nos aterrorizan porque “sabemos” que no tienen solución.

Preferimos dedicarnos a la vida de los demás. Eso no es peligroso. Es la vida de otros. Así, como los niños, somos amantes de las historias. No importa de qué tipo sean. Que nos cuentes historias... Historias, historias... ,pero no nuestras, de los demás.

Contemplamos, y juzgamos, las que en la tele o en la radio, o en una película o en un libro, nos cuentan los demás, sobre sí mismos o sobre cualquier cosa. Eso no es peligroso, no hablan de nosotros. Son los otros, los otros son el motivo primordial de nuestra atención.

Nos interesa sobremanera como vive el vecino del cuarto, o el de la casa de al lado, o la vida del que aparece en la tele contándola por un puñado de billetes. De cómo vive el indígena en Brasil o de cómo vivía el persa en su época, o el maya, o cómo viven los lapones, o los esquimales. De qué le ocurrió al protagonista de la película y de cómo reaccionó. Quien sea... no importa. Lo único a evitar es dedicarnos a examinar cómo vivimos nosotros, cómo vivo yo. Eso es muy peligroso y muy desagradable.

¡Qué interesante! -oímos- Me he leído una monografía sobre los enterramientos en el mundo persa, de cómo eran sus tumbas, sus ritos, sus pinturas... ¡Fascinante! Y otra vez leí una historia sobre como era la vida del sacerdote egipcio y qué cosas hacía, y cómo...

¡Como si supiéramos qué era un sacerdote, no solo egipcio, sino uno cualquiera! A qué se dedicaba, qué hacía y a qué destinaba su vida...

Hoy en día, gracias a Dios, lo podemos saber casi todo. Tenemos toda clase de accesos a toda clase de información. Eso sí, de lo que está fuera. Lo de dentro es tabú. Y si no fuera por los perversos amos del Vaticano, y pudiéramos entrar en sus archivos y bibliotecas secretas, bueno... entonces ya lo sabríamos absolutamente todo.

¡Ilusos! ¿Acaso entenderíais algo de lo escrito? Si no sabéis casi leer... y por supuesto mucho menos comprender. Leéis libros como el turista que va a Chiclana y, sin haber salido para nada del hotel, luego va contando en Ulm, por ejemplo, que él ya conoce España. Ha estado en Chiclana, Cádiz, Spain. Y allí también conoció el flamenco, los toros, el baile andaluz y... el alma del andaluz.

Algo así conocemos nosotros las cosas. Por la piel, por el barniz. Pero nos interesan sobremanera, porque cumplen con la absolutamente necesaria labor de impedirnos entrar en nosotros mismos.

Si ocurre algo que entorpece nuestros deseos o intereses más vulgares, rápidamente buscamos qué hizo mal el otro. Probablemente sea un sinvergüenza. No actuó como debía. No cumplió las normas de convivencia, sí, esas que en este caso, y en cualquier otro, nos dan la razón. ¿Pero, pensar y reflexionar en qué hicimos mal nosotros? No, hombre no... Primero que nos da terror, y segundo que, aunque nos lo propusiéramos, no tenemos ni idea de quienes somos, aunque estamos completamente seguros de cómo somos (y sobre todo de que no somos unos sinvergüenzas)

Afortunadamente está en gestación una generación de hombres libres, que no le tienen miedo a sí mismos, de esos que cuando algo les ocurre, inmediatamente se preguntan:

-¿Qué he hecho mal?-

Que aceptan su propia responsabilidad sobre su vida, y que no buscan motivos fuera para explicar lo que les pasa dentro. Que empiezan a vislumbrar que todo nuestro bien y nuestro mal nace de nuestro interior y no de nuestro exterior. Que saben que nuestra vida no depende de la ayuda de los demás, sino sólo de la que nos demos nosotros. Que no esperan las instrucciones, a modo de consejos, de aquellas personas a las que sitúan en un pedestal. Que están dispuestos a encontrar sus propias normas, con las armas de la filosofía, antes que adoptar infantilmente las que le dan sus “maestros”, sin tener en cuenta que un maestro no lo tiene sino el que antes es un discípulo. Que no se arredran ante la descalificación de todos los que le rodean. Que no admiten censuras sin razón ni acusaciones inmaduras. Que actúan según entienden que es su propio deber, sin aceptar deberes ajenos ni otros deberes oídos por ahí.

Y, si todo el mundo circula por el mismo carril, o pastan juntos, arrodillados y desnudos como los de la foto, ellos se yerguen, se revisten de dignidad y de valor y, como Don Quijote, protegido de su adarga y su escudo, no aceptan ninguna crítica de toda esa gente, canalla y descomunal.


1 comentario:

Anónimo dijo...

Creo que de alguna manera soy responsable de como es el mundo en el que vivimos. Si algo no me gusta, creo que la única manera de transformarlo es transformarme a mí misma, desde ese mi punto de vista, aunque a veces lo haga, soy consciente de que juzgar a alguien es juzgarme a mí misma, porque en mayor o menor medida, lo que somos contiene a todo y a todos como una especie de sistema fractal.

Es posible, que si cada uno de nosotros pusiera en su vida, la intención de mejorar el mundo en que vivimos, lo lograríamos sin demasiado esfuerzo.

Así que adelante, hablemos de lo mejor de los otros, así igual seremos capaces de descubrir las cosas buenas que nos habitan.

Besitos¡