no sé si encontraré palabras para haceros sentir lo que he sentido esta tarde.
Sé que los sentimientos son difíciles de compartir, que sólo se comparten en silencio, sin palabras.
Esta tarde fui a la catedral y allí estaba la música de Mozart.
Leyendo el Génesis me preguntaba qué significaría cuando hablan de los cielos y la tierra. Hoy he sentido que tierra puede que solo haya una, pero cielos..., creo que he estado en uno de ellos.
Entre las enormes columnas que se perdían en el cielo del templo sagrado, entre los espacios abiertos de las cúpulas, en la luz siempre tenue del aire, allí cantaban los ángeles, tañían sus instrumentos los querubines.
Sus voces traspasaban mi pecho, hacían vibrar mis entrañas. Pronto los ojos se me llenaban de lágrimas que no quería contener, y que tampoco me importaba.
Momento tras momento, aquella música me limpiaba, arrastraba de mí el barro acumulado día tras día de estar en la tierra. Su gloria me hacía hijo de Dios.
Algo ocurría dentro de mi cerebro, desconectándolo de lo cotidiano, vaciándolo de contenido, abriéndolo al espacio. Dejé de ser yo, mi pequeño yo, para unirme a aquella gloria, aquellas voces, aquellos sonidos, aquellos silencios... en aquél lugar inmenso y santo.
Y al final, antes de volver a la tierra, al mundo, Ave verum corpus, la pequeña joya celeste.
¡Amigos!, salí de allí, miraba las calles, miraba las gentes, y la veía por primera vez. Dentro de mí el vacío de la paz, el mundo no me conocía, sus palabras no me hablaban y no sabía de mí. No estaba allí.
Sentí que mis pecados habían sido perdonados, y que yo había perdonado al mundo. El cielo me pareció un lugar perfecto para vivir, y sentí que ya no vivía en el mundo.
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