martes, 1 de abril de 2008

CORPUS



Mater amabilis,
O mater admirabilis,

Mater dulcissima.
O virgo prudentísima

Ave aleluya.
Laudate virginem
Ave aleluya.
Ave aleluya.


Domingo, día de Corpus. Un sol radiante lanza sus rayos ardientes a través de un cielo de nieve azulada.

Son las doce del mediodía. Poco más o menos.
Se escucha ya una marcha, y al poco se la ve avanzar, andando, despacio y solemne.

La calle Santiago es estrecha... pasará rozando balcones. Besando ventanas.
En la sombra de la calle se ve ya radiante y refulgente de plata y de rosas.

A hombros de hombres recios viene andando. No parará hasta Candelaria.

Entrando, la luz dorada arranca sus reflejos y sus tonos.
Aire de primavera. Luz y aire de rosas, de llamas, de cirios y de calor.
Calla la banda. Ahora está ahí delante, delante de nosotros, delante de mí.
Su mirada es extraña... no mira a ningún lugar. Su vista es al frente, al infinito.

Como las antiguas diosas. Como las antiguas vírgenes. Sencilla y divina. Intocable, en lo alto, en lo inalcanzable.
Y con sus manos ofrece un pequeño niño, muy pequeño, que abre sus brazos al frente. Pero la virgen es muda e inmóvil. En su lecho de rosas. En su pedestal de plata.

Es la Virgen del Rosario. Y está parada ahí delante. Delante de nosotros. Delante de mí.

Mater amabilis, o mater admirabilis...

Se oyen ya nuestras voces abriendo el silencio. El silencio de sol y de flores. El silencio de las almas y de los corazones.

Mi voz sale de mi garganta y de mi pecho y escucho vibrar la hermosa melodía de Bach. Pero ¡no!, no soy yo el que canta. Del fondo de mi ser, como de un volcán en llamas, surge un bramido, una voz fuerte y abrasadora, que grita, que gime, que implora.

- ¡Hazlo! ¡Te lo ruego! ¡Te lo suplico! ¡Por favor, te lo imploro, sé que puedes hacerlo!

- ¡Hazlo! ¡Haz el milagro! ¡Hazlo por mí!

Siento sólo que mi voz y mis palabras siguen solas al ritmo de mi cerebro y mi garganta en las líneas que mantengo en mis manos, pero de mi alma sale un fuego abrasador que quiebra mi voz y hace nacer un torrente de lágrimas, que me ahoga, que me asusta, que me arranca el corazón.
.....

Cuando nuestra plegaria acabó, las lágrimas empapaban mi rostro, los hombres recios levantaron a la virgen impertérrita, y mi pudor y mi vergüenza me apartaron de mis compañeros.

Vergüenza de un corazón desnudo. Un corazón desnudo y pequeño arrojado a los pies de un poder grande.
.....

Y apartado, volví a contemplar su imagen, escondido entre los setos. Sabía que no volvería su cara para mirarme, pero también supe que debió de oír mis gritos.

A mi vuelta con mis compañeros, una voz interna me preguntó.
-¿Y tú, que vas a ofrecer?

Solo pude responder: -Amaré en la medida de mi corazón. Lo juro.


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