martes, 5 de enero de 2010

LIBROS




Observa esta simple hoja; verás que no te alcanza una vida para descubrir la belleza que encierra en su arquitectura...
No hay catedral que pueda igualarla.

Es una idea universalmente aceptada. El saber está en los libros. En ellos está contenida toda la sabiduría descubierta por los hombres que nos han precedido, así como la de nuestros contemporáneos.

Todas las facetas de la comprensión humana están en ellos. Los tratados de metafísica, las novelas, los de poesía, los ensayos intelectuales, en fin, toda la capacidad humana existencial, del pensar, del sentir, del espíritu, de la existencia material, todo, todo, está en los libros.

Y es cierto. La historia de la humanidad, su cultura y saber no procede solo de hace unos años o siglos, como algunos se empeñan en hacernos creer. Se remonta al principio de los tiempos, de los tiempos en que Prometeo, contraviniendo la orden expresa de los dioses, entregó el fuego de la mente al hombre. De los tiempos en que la serpiente dio a comer la manzana prohibida a Eva, y ésta la dio a Adán, y ambos fueron expulsados del paraíso, siendo, a partir de ese momento conscientes de sí mismos y de su desnudez.

Algo nuevo, completamente nuevo apareció sobre el planeta. Un ser capaz de tomar conciencia de sí mismo, de ser consciente de su propia existencia individual. Capaz de proponerse metas y objetivos distintos a los que le impelía su naturaleza animal, capaz incluso de oponerse a ella en aras de la consecución de fines ahora propios de un animal muy especial, el hombre, animal dotado del fuego interno, un fuego que le lleva al centro del Universo así como al centro de su sí mismo.

Un viaje alucinante comienza entonces. Un viaje de retorno a las estrellas. Un viaje en el que está implicado todo ser humano desde su nacimiento. Un viaje en el que está embarcado no solo el hombre como ser individual, sino la Humanidad entera como ser unificador de todos los hombres, como especie del todo singular en la naturaleza.

Y todo hombre busca, desde su nacimiento al fuego mental, las razones, los porqués, las causas, los motivos, la explicación de lo que ocurre en sí mismo y a su alrededor. Con la aparición de la razón en el niño nace al mismo tiempo el filósofo, que no es otra cosa que “el preguntador”, “el inquiridor”, el buscador de respuestas.

Y su inquietud dura más o menos. No le lleva excesivo tiempo el descubrir que nadie sabe nada de lo que de verdad interesa conocer. Cansado de preguntar y no recibir respuestas aceptables se le presentan dos caminos. O mejor tres.

La primera es no volver a preguntar ni a preguntarse cosas de las que nadie tiene respuestas.

La segunda es buscar qué respuestas encontraron otros hombres antes que él a las mismas cuestiones existenciales que se plantea.

La tercera es buscar por sí mismo las respuestas.

Las dos últimas opciones no se excluyen entre sí, porque lo natural en el hombre sensato es seguir ambas vías. Es preciso ser humildes y pensar que no todos los hombres que nos precedieron o los que actualmente conviven en nuestra época son idiotas o incapaces de haber hallado respuestas a las preguntas que nos hacemos, que sin duda son las mismas para todo ser humano.

Pero justamente el gran peligro estriba en hacer excluyentes una de otra. Tan estúpido es buscar en el pensamiento ajeno qué cosas nos parecen más apropiadas y adoptarlas sin más, como tratar de descubrir todo por uno mismo sin tener en cuenta lo que han descubierto antes otras personas.

¿Cuál es el equilibrio? ¿Donde está el justo medio?

He escuchado muchas veces aquello de: “Pienso, con Fulano, que...” O bien: “Como bien dice Mengano...” O también: “Es así, lo dice Zutano”

Pero, en mi caso al menos, con el pensamiento con el que más me identifico es con el mío.

Quizá toda la cuestión de la búsqueda radique en el proceso de la digestión. Me explico. El proceso de la digestión de los alimentos es aplicable por analogía al proceso de asimilación de la sabiduría. Y las patologías tanto agudas como crónicas de dicho proceso son análogas igualmente en ambos casos.

G. expuso una teoría, sin duda basada en antiguas tradiciones esotéricas, de los procesos de transformación y asimilación de los alimentos. Entendiendo por alimento todo aquello, sea de la naturaleza que sea, que es necesario a un ser, sea cual sea en la diversidad inmensa del Universo, para su mantenimiento, desarrollo, crecimiento y propagación. De esta manera, y según expone, existen alimentos propios para el ser humano, para las distintas clases de animales, para las plantas, para los minerales, para los planetas, para las estrellas, para las galaxias y para cualquier ser que conozcamos o no conozcamos, visible o invisible.

De esta manera, y tratando el desarrollo del ser interno del hombre, expone el asunto de la digestión de las impresiones. Quizá en este momento sea preciso plantear qué cosa es una “impresión”, porque el sentido vulgar del término no se acomoda a la extensión del concepto de que se trata.

Plantea que el hombre recibe constantemente, incluso dormido, impresiones. Y estas impresiones son alimento absolutamente necesario al hombre, y de un nivel superior en sutilidad a la del aire. Así, un hombre podría vivir varios días e incluso semanas sin tomar comida. Resistiría solo pocos días sin beber agua. Pocos minutos sin respirar aire. Y escasos segundos sin recibir impresiones. Moriría. Parece algo en principio increíble, pero todos conocemos la terrible sensación del aburrimiento, de la absoluta falta de interés por todo, de la negación a la entrada de cualquier impresión en nosotros. El aburrimiento, llevado a su extremo produciría inevitablemente la muerte.

Así y todo, al ser humano le es imposible evitar la entrada de impresiones, probablemente debido al instinto de supervivencia, aún mas fuerte que su voluntad. Entran en su ser sin que sea capaz de evitarlo, y debe dar una respuesta a ellas. El proceso de entrada de la impresión, la elección, si le es posible, de la naturaleza de las mismas, su asimilación, su proceso interno de transformación, sin duda alquímico, en alimento para el ser propio del hombre, constituye la digestión de las impresiones.

Pero, en un proceso digestivo son necesarios muchos elementos, muchos procesos, muchos órganos, muchas enzimas digestivas, muchos jugos digestivos... Y todo ello, como conocemos, debe estar perfectamente organizado, tener su propia secuencia, su tiempo de proceso en cada lugar, el recorrido por muchos metros de intestinos y un sinfín de delicadas operaciones para llevar a buen término la transformación de los alimentos ingeridos en alimentos propios para el cuerpo humano. Y también, obviamente, es preciso realizar el desecho de lo inútil. Este proceso tan delicado lo escribí en su día en un artículo, que titulé “Comer”, si bien no está terminado y concluye en la fase de la elección de los alimentos adecuados, quizá la fase más decisiva del proceso.

Hay impresiones más fuertes e impresiones más livianas, al igual que hay pipas, que no mantienen pero entretienen, y también hay jamón de pata negra. Hay agua, que purifica, excitantes como el café y el tabaco, relajantes, picantes, y un sin fin de cosas que pueden entrar por la boca.

Pues exactamente igual ocurre con las impresiones. Entran en nosotros, al igual que los alimentos, y es preciso digerirlas, hacer algo con ellas, transformarlas en alimento propio y útil para nuestro ser interno, para nuestro ser sutil. Pero también, y si el proceso no se realiza adecuadamente, se producen empachos, diarreas, malas digestiones, acidez, vómitos y toda la patología típica del sistema digestivo. Cada una de estas patologías tiene su paralelo en la mala digestión de las impresiones.

Y en los libros por lo general está el producto de la digestión de las impresiones de los que los escribieron, pero no las nuestras. En algunos libros están las impresiones casi en estado puro, como en los de poesía y algunos otros, a fin de que nosotros hagamos su digestión. No está todo mascado. Generalmente no se pueden “comer” directamente. Es preciso masticarlo y digerirlo adecuadamente.

De cualquier forma, en mi parecer, siempre es mejor escribir libros que leerlos, aunque ambas cosas sean necesarias. Ya sabéis, tener un hijo, plantar un árbol y escribir un libro. Y creo que es mejor porque para escribir un libro no se trata de digerir otros, que sería digerir lo ya digerido, sino digerir las propias impresiones y, una vez transformadas en alimentos para el alma, tratar de plasmarlas en palabras que puedan hacer llegar ese alimento a otras personas, o, mejor aún, enseñarles cómo se digieren las impresiones, a fin de que comiencen a hacerlo por sí mismos.

En realidad, reflexionar no es otra cosa que hacer esa digestión, hacer algo parecido a lo que hace nuestro sistema digestivo con los alimentos. Convertir una impresión cualquiera, de las miles que se nos brindan todos los días en que de verdad vivimos conscientemente, en alimento propio para el hombre, que le hará crecer su ser interno, hacerlo fuerte y propagarse y expandirse en las almas de otros seres humanos. No otra cosa es la labor del escritor, del filósofo y del artista.

De hecho, conoce mucho más del amor quien contempla con embeleso el brillo en los ojos de la amada que quien se ha leído cuantos tratados se hayan escrito sobre él desde el comienzo de los tiempos. Nada sabe del amor, aún habiendo leído todos los libros escritos sobre él, quien, como dice Schiller en su oda a la Alegría, nunca pudo llamar suya a otra alma.

Y una hoja de cualquier vegetal muestra mejor la belleza y la perfección del Universo que cualquier catedral gótica o que cualquier libro de estética. Solo que la hoja no está escrita en piedras ni en letras. Está escrita por la mano de Dios. Y solo puede leerla quien conoce su escritura.

El conocimiento, toda la sabiduría, está escrita por la mano del Creador, en la naturaleza y en el ser humano. Solo que está escrita en la lengua de Dios, lengua perfecta y completa, y este lenguaje es preciso aprenderlo, para poder leer los infinitos libros escritos que nos rodean en cada momento de nuestra vida. Estos, en realidad, son los libros importantes. No tienen letras, no tienen páginas. Solo tienen infinitos símbolos llenos de significados, de belleza y de sabiduría atemporal.
La teoría de las almas gemelas que explica Platón ¿quién podría entenderla si nunca encontró a la suya? ¿si nunca llegó a conocerla?

El bello mundo de las abejas que nos describe M. Meterlink ¿quién como él llegó a conocerlo y a fascinarse con su belleza y misterio, sino él mismo?

Ellos, en sus libros, nos incitan y nos señalan la belleza y el misterio en el que se adentraron y en el que vivieron. A nosotros nos toca ir hacia ese misterio y entrar por sus puertas. Solo dentro del misterio seremos uno con él, viviremos su magia. Si nunca atravesamos sus escondidas puertas nunca sabremos nada de él. Solo conoceremos referencias de aquellos que entraron.

Mucha gente admira a Beethoven y su obra, pero ¿cuántos se hicieron uno con él, entraron en comunión atemporal con su alma de artista, sintieron como él sintió, amaron como él lo hizo, trasmutaron el dolor como él, y dentro del misterio de la música, llegaron, como él llegó, a tocar con la punta de los dedos la puerta de los cielos? Y solo señaló un camino... el excelso camino de la música celeste. Pero... para el entrar al mundo celeste es preciso antes ser celeste. Esta es la cuestión. Como un día señaló Amado Nervo, “todo es cuestión de recipiente” Y nadie puede entrar en el sancta santorum si antes no se ha purificado en sus antesalas. No se puede entrar en ningún lugar puro con impurezas. Solo lo puro conoce lo puro.

Pero hoy es una idea común que todo está en los libros. Y no está todo. Falta la esencia de lo que está escrito. Eso no se puede escribir, ni siquiera hablar de ello. Es inefable.

Y, como dijo un poeta:

Yo ya solo leo en los ojos de mi amada y en las hojas de mis árboles...


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