Refugiado en mi pequeño lugar, casi inmóvil,
miraba las cascadas de luz que surgían de lo alto.
La veía robar destellos dorados, plateados y cobrizos.
Miraba hechizado los brillos en su movimiento,
en su armonía.
Y todo envuelto en una música suprema.
Los trombones de oro,
la plata en las flautas.
Negro carbón de los oboes,
la pesada tuba y los clarinetes, y las trompetas.
Todos entrelazados en el fino papel.
Todos llevados del brazo de la delgada batuta.
Unos hablaban, otros contestaban.
Todos reían, todos lloraban.
No, no eres tú mi cantar,
no puedo cantar ni quiero
a ese Jesús del madero
sino al que anduvo en la mar.
Cantaban... cantaban llenando el aire,
robándome el aliento,
abriéndome el pecho,
moviendo mi corazón.
Un pequeño de pelo dorado
apresó mi mirada.
apenas mi hijo,
...casi mi padre.
Una trompeta en sus manos
vibraba el espacio.
Más grande que sus manos,
más pequeña que su alma.
Miré la batuta.
Abría en el aire, dibujando los pasos,
la marcha solemne,
los ritmos sagrados.
Cuatro por cuatro,
repetía insistente.
... Su padre murió,
días atrás acaso.
Sus ojos brillaban,
su cara encendida...
Envidié su alma...
Envidié su vida.
Dedicado a mi antiguo director musical, en una noche, entre las bambalinas del Teatro Falla, a los pocos días de la muerte de su padre.
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