No supe que mi muerte estaba cercana. Pero llegó el momento, poco a poco, en que la vi segura, cierta. La luz del mundo se apagó, de repente. Nada supe después, y nada sentí. Fue como un sueño profundo, sin sueños, sin imágenes, sin recuerdos, sin dolores y sin palabras. No como un vacío, porque sentir un vacío significa sentir, y yo no existía, no sentía. Mi yo, mi persona, desapareció en algún lugar. Y yo tampoco estaba para buscarme. Solo hoy, en el Purgatorio, recuerdo lo que ahora os cuento.
Y luego desperté. Poco a poco, como se sale de un sueño profundo, como se llega de un lugar lejano. Mi conciencia fue de nuevo tomando su forma, llenándose de sus habituales significados. Me vi rodeado de mi mujer, de mi hijo, de mi familia, de mis amigos. Estaban todos allí, rodeándome, como un hermoso coro de amores, como un hermoso jardín florido, con sus cariños, con sus sentires, con sus vidas corriendo hacia la mía, con sus sangres entrando en mi sangre.
Conocí entonces la existencia de amores nunca confesados o nunca expresados. En esos momentos se abrieron las fuentes de los corazones, fluían poderosos los arroyos de las devociones, se abigarraban los soles de las entregas. Todo lo que en la ceguera de mi vida nunca pude ver. ¡Cuánta gente, cuánta gente maravillosa me rodeaba!. ¡Cómo los quise, desde mi nuevo mundo! ¡Cuánto quise entonces haberlos querido en mi vida anterior, cuando los tenía, cuando su amor invisible para mí me rodeaba constantemente, como telaraña de hermosos sentimientos, como cintas de colores, como manos de ternura, como besos constantes de hermanos y hermanas!
Pero ya no me era dado. De repente me di cuenta que había llegado tarde a la vida. Escuché una voz en mi interior, voz suave pero terrible, que me dijo:
-Ya no hay tiempo, tu tiempo ha terminado y solo has hecho lo que hiciste. Ahora solo es tiempo de arrepentimientos, del llorar y de la añoranza-
Oí esas palabras aterrado, e inmediatamente comprendí que eso era no solo cierto, sino perfectamente justo. Comprendí que el tiempo se acaba, y que las vírgenes prudentes son sólo las que guardan el aceite para el momento supremo. Fue mi ignorancia y sería mi castigo. Entendí con claridad que me encontraba en el lugar justamente destinado para mí, en un lugar terrible de penas y lágrimas, en el lugar del arrepentimiento: en el Purgatorio.
Lloré con una pena infinita. Lloraba constantemente. Recordé que me contaron que cuando el tiempo se acaba la propia vida desfila delante de uno. Pero algo comprendí que no me contaron. No solo la propia vida pasó ante mis ojos húmedos. También la terrible conciencia de las omisiones, de los actos que nunca fueron, de los pasos que nunca di, de las puertas que nunca abrí y de las manos que quedaron tendidas hacia las mías, y que nunca agarré. Todo ello intuí entre mi mar de lágrimas, entre mis sollozos tardíos, en mi congoja ya irredentora.
Escuché como entre silencios la voz tenue pero clara del Único Justo. Y me preguntó, me preguntaba sin cesar... Y la pregunta era solo una, pero resonaba sin misericordia en los recovecos de mi alma en pena infinita. Solo me requería una respuesta, una respuesta que yo no era capaz de dar.
Una pregunta escueta, de la que supe inmediatamente su significado, y también la respuesta hueca de mi vida.
Solo decía, una y otra vez:
¿Qué bien has hecho?
No hay comentarios:
Publicar un comentario