lunes, 20 de abril de 2015

HOJAS, FLORES Y FRUTOS




 Paseaba distraídamente por una calle soleada, y mis ojos tropezaron con la esquina descuidada y seca de un pequeño jardín. Unas yucas viejas sobrevivían estoicamente en una tierra yerma y desabrida. Pero ¡oh, milagro! en sus pináculos lucían los grandes penachos blancos de flores que hacen de corona de su verde arquitectura.

 Amo las plantas, y algo se movió en mis aires y en mis pasos. ¡Dando flores en su situación! Me resultaba sorprendente.

 Me vino a la memoria mi amigo Carreño, el campero, aquél día que le pregunté por qué mis tomateras solo daban hojas y hojas, pero no me regalaba flores amarillas ni las veía parir las verdes bolitas.

 Tras mucho preguntarme sobre como las trataba, emitió su veredicto, para mi inapelable: las regaba mucho, mucho más de lo que debiera. Por eso no daban flores ni frutos. Tienes que hacerlas penar –me dijo-, solo así te darán frutos. Solo así sus raíces la fijarán a la tierra y será fuerte. Como tú las tratas saben que nada les falta y se dedican a vivir confortablemente, no se esfuerzan en nada.

 Sus sabias sentencias de viejo labrador se quedaron grabadas en algún lugar de mis misterios, por paradójicas, por sabias y también por incomprensibles.

 Mucho más tarde, y en etapas de mi vida que fueron duras pero fecundas, volvieron a mí. Y pude ver que así era. Y supe que un marino se hace marino en las tormentas y en los temporales, y en los restos del naufragio, mucho más que en sus travesías de bonanza.

 Mis yucas... mis tomateras... ¿son quizá habitantes de mi alma?



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