Cuentan que un día un hombre viajó muchas leguas buscando una lejana y pequeña aldea donde vivía un sabio del que había oído hablar. Le aseguraron que era un hombre santo, y que siempre estaba dispuesto a enseñar al que a él acudía con ansias de encontrar la verdad y vivirla en su propia vida.
Este hombre anduvo muchos caminos, unos agradables y encantadores, otros tristes y ariscos. Cruzó ríos, vadeó arroyos, soportó tormentas y pasó hambre, sed y también miedo.
Preguntó a unos y a otros. Fue y volvió en ocasiones por el mismo camino, al fin equivocado. Sentía a veces que su afán era estúpido o que su meta no estaba a su alcance.
Muchas noches, cansado, hambriento y aterido, pensó en volverse sobre sus pasos, recordando su amable hogar, su amada y sus hermanos.
Pero, espantando sus fantasmas, siguió adelante. Tenía que encontrarlo.
Un día, en el que había recorrido mucho trecho, se sentó al borde del camino, desanimado y roto. Llevaba allí largo rato, cuando pasó una muchacha. Llevaba un cántaro de agua sobre su cadera. Al verla, le rogó le diera un poco de agua fresca. Y la joven, con una dulce sonrisa, le llenó un pequeño cuenco, y se lo ofreció.
- Hermosa doncella- le dijo, -¿no conoces a un hombre santo que enseña a los hombres a encontrar la verdad y la vida?. Vive en estos parajes, creo.
Con sencillo sonrojo virginal, la joven le contestó:
- Si, buen hombre, su cabaña está aquí cerca. Te llevaré hasta él.
.....
Marcharon por un bello sendero, de riberas floridas, en la blanca mañana de primavera. Aquél hombre sediento, cansado y seco miraba con mirada nueva los nuevos colores, las formas frescas, los tonos vivos. En el cielo, en las laderas, en las nubes viajeras.
En sus viejas ramas casi yertas retoñaron diminutos brotes, ínfimos y olvidados brotes, pero de vida verde, de vida nueva, de telúrica fuerza naciente.
Miraba a su pequeña guía. Hasta él llegaban en brazos de la brisa los tiernos efluvios de su cuerpo de flor escondida. Un aliento vigoroso y delicado movió sus entrañas, movieron su savia hasta entonces inerte, fundió su terrible hielo, y pequeños hilos primero, luego arroyos sonoros, al fin torrentes viriles rompían sus tierras, abrían sus surcos, entraban en su sangre y en sus huesos.
Un manto tierno cubrió sus ojos, encendió sus oídos, alimentó los perfumes dorados.
Contemplaba a su bella gacela, trepar piedras, saltar levemente los arroyos, dibujarse contra el azul, ondulando, como las olas, como mueve el viento a los trigos, como dibuja la brisa en las arenas.
Y bendijo al cielo. Y bendijo la creación. Y perdonó su vida y sus pasos.
Por fin, tras un recodo, la doncella se detuvo y señaló con su mano limpia.
Era la cabaña del hombre santo.
Durante unos minutos, inmóvil, entre asombrado y satisfecho, el hombre recorrió con su mirada aquél lugar, ya para él sagrado. Miró la humilde cabaña, construida según le parecía por el mismo sabio, los enormes árboles que la rodeaban, el huerto verde con sus frutos turgentes, las montañas que le hacían de fondo, y la estela de humo que se abría de la chimenea al espacio limpio del cielo.
Algo llamó su atención sobre su cabeza, contra el azul. Un águila de grandes alas abría en el espacio el silencio profundo.
La pastora le interrogó con sus ojos dulces. La miró largo rato, ensimismado, y, saliendo bruscamente de sí, comenzó a marchar.
Al llegar a la puerta, que estaba abierta, pensó por un momento cómo sería aquel hombre, que aspecto tendría, si sería joven o viejo. Recordaba las fotos de hombres sabios que a lo largo de su vida había visto siempre con intriga y veneración. ¿Sería como había imaginado, anciano, de cabellos largos y cenicientos, de ojos claros y luminosos, estaría su cuerpo todo envuelto en un halo de serenidad, misterio y bondad?
Tocó con sus nudillos y esperó.
Pasa, puedes pasar, esta es tu casa también... –escuchó-
Entró tímidamente, con cierto temor extraño, con un respeto reverencial, con miedo íntimo a ese primer encuentro.
-Buenos días hombre sabio, Dios bendiga su existencia, porque acudo a usted a pedirle que me otorgue su bendición y tenga la misericordia de alimentarme aunque solo sean con las migajas que cayeren de la mesa de su sabiduría. Serán para mí suficientes.
-Bienvenido, hombre viajero. Siéntate junto a mí y descansa de tu largo camino. Te prepararé algo de comida y si es de tu agrado podrás beber un vaso de vino. Mi casa es humilde como ves, y mis alimentos son igualmente sencillos, pero te ofrezco lo que tengo, y creo que, tras tu viaje, aprovecharán a tu cuerpo ya dolido y castigado.
Me has llamado sabio, y no lo soy. Es poco lo que podría hablarte de las cosas de la tierra y del cielo. Y también poco de las cosas que conciernen al hombre. Puedo ofrecerte, si así te conviene, mi casa y mi compañía. No otra cosa. Puedes quedarte el tiempo que desees. Y también puedes marcharte cuando así lo consideres oportuno.
-¿Puedo entrar, padre?- se oyó en el dintel de la puerta-
-Sí, sí, hija, pasa y siéntate con nosotros. Ya conoces al hombre viajero. Te ruego que le atiendas en lo que necesite. Nuestra casa es ahora también la suya y estará con nosotros hasta que sus ángeles lo decidan.
-Haré lo que es tu deseo, padre-
Dulcemente se sentó a sus pies, apoyando tiernamente su cabeza en el regazo del anciano, que acarició sus cabellos con dulzura.
El silencio profundo de la pequeña estancia se inundó con una atmósfera de pétalos y de plumas tan livianas que el alma del viajero se vació como en un milagro y un torrente de aire fresco y limpio recorrió toda su vida, la que fue, la que era y la que sería. Quedó prendido en un instante sin tiempo, sin transcurso, sin pasado y sin futuro. Perdió la conciencia de quién era, de donde había venido, a donde había llegado y qué había estado buscando hasta ese momento. Olvidó su nombre y su cara y solo supo que su alma estaba en el aire de aquella casa. Su casa.
3 comentarios:
Eso es encontrar la paz zy la felicidad.
Un abrazo
Dicen que la sola presencia de un Maestro nos ayuda; que según nuestro nivel, podemos percibir esa extraña sensación.
Una compañera hablaba hace poco de lo hermoso que es la afabilidad, precisamente porque vivimos tiempos en que todo es ataque, defensa o competitividad. La hermosura de sentirse en casa, abierto, seguro.
Gracias Abraxas por esta entrada y por la belleza y sabiduría de tu comentario en otro blog.
Abraxas, sabes mientras escuchaba la historia con mi mirada, he logrado sentirme parte de ella, sentir esa paz, esa sabiduría, esa ternura. Gracias por acercarme a ese sabio...
Un abrazo
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