Cuenta de un samurai que, ya siendo anciano y no teniendo ya la fuerza necesaria, le fue propuesto por los altos dignatarios de la justicia que ejerciera a partir de entonces como juez, toda vez que era patente y reconocida su condición humana elevada, su honradez, su prudencia y su armonía interior.
Inmediatamente se brindó a ello, pero antes de comenzar meditó largamente sobre las exigencias de su nueva labor. Debería ser justo, imparcial, insobornable, comprensivo, piadoso y veraz. Se propuso firmemente emplear estas virtudes en su labor de juez y desarrollarlas tanto cuanto le fuera posible. Consideró que ser juez de los hombres era una terrible responsabilidad, ya que, finalmente solo el Supremo podía hacerlo sin temor y con justicia, pero un hombre, solo un hombre, como él era, debería asumirlo teniendo siempre la mayor seguridad en su ecuanimidad y en su imperturbabilidad de ánimo.
Comenzó, y transcurrieron los primeros juicios. Procuró tener presente en todo momento la conciencia del estado de su ser interior, a fin de tener la mejor presencia de ánimo, de perseverar en la serenidad interior, en el equilibrio y la armonía de su centro, y de no dejarse llevar por circunstancia alguna.
Un día, durante un juicio, al que acudía, junto con otro, un hombre mal encarado, con vestiduras sucias y pobres, fue consciente por un momento de que tal sujeto le producía una leve animadversión hacia él, con lo que su ecuanimidad podría estar influida por esta turbación de su ánimo. Pidió de inmediato que le trajeran un biombo y lo colocaran ante sí, de forma que no pudiera verlo, ni tampoco ver a los otros litigantes.
Así se hizo, y a partir de ese día, siempre ese biombo se interpuso entre los que venían en busca de justicia y él mismo, que debía administrarla.
Pasó el tiempo, y tuvo el santo temor de ser injusto de alguna otra manera. Debía asegurarse –pensó- de que su ánimo permanecía imperturbable durante todo el juicio. ¿Qué hacer?
Tras largas meditaciones pensó en compaginar su tarea con alguna labor manual a la que fuera aficionado y dominara con perfección. Pensó que le sería de utilidad. Tras pensar sobre sí mismo y sus habilidades, finalmente la eligió: desmenuzaría hojas de té durante el tiempo que durara cada juicio.
Así comenzó a hacerlo. Durante toda la sesión, tras su biombo, con un pequeño balde en su regazo, desmenuzaba lentamente las hojas de té, cuyas ramas yacían a su lado en una canasta.
Los ayudantes, a los que ya les había asombrado la colocación del biombo, viendo tal extraño teatro, comentaban si el viejo samurai mantenía la cordura necesaria para su labor, y murmuraban entre ellos.
Llegó luego a oídos de su superior, el que, un día, le citó para conversar con él e interesarse por el desarrollo de su nueva función y de si la misma resultaba de su agrado e interés.
-¡Oh, sí señor! –respondió- creo que es mi deber servir como mejor pueda y sepa. Y mi espíritu de samurai me hace amar mi deber.
-Respeto, como usted sabe, samurai, su ecuanimidad y justicia, probadas largamente durante toda su vida, y respeto igualmente su servicio a la magistratura. No quisiera ofenderle con mi pregunta, pero… me perdonará si le hago una pregunta.
-Hágala, se lo ruego, señor.
-Pues es esta: ¿a qué se debe ese biombo que dispone en la sala para no ver a los demandantes?
-¡Oh! ¡Eso! Lleva razón, señor, comprendo que puede resultar sorprendente y mover a perplejidad. Se lo explicaré, señor, es fácil de comprender y estoy seguro que su prudencia hará que lo entienda enseguida.
No quiero ver el aspecto de las personas que acuden a juicio, por si, siendo bueno, me predispusiera a beneficiarlos, o, siendo malo, me indujera a perjudicarles con mis decisiones.
-¿Y las hojas de té?
-Verá, señor. Soy muy hábil desmenuzando las hojas de té. Cuando mi ánimo está sereno, la exactitud de los cortes es tal, que no puede distinguirse una brizna de otra por su tamaño. Resultan todas idénticas.
Así pues, terminado el juicio, observo detenidamente el contenido de mi balde, y, si no encuentro perfección en la labor realizada, concluyo que en algún momento mi ánimo se turbó, con lo que mi serenidad y justicia pudo verse alterada. Y tal juicio no puedo considerarlo justo ni, por lo tanto, válido.
Así pues, señor, lo anulo y ordeno repetirlo.
- Comprendo.
Ve y juzga, samurai. Veo que tu justicia se asemeja a la justicia divina. ¿Qué otra cosa puede hacer merecer más ser juez?
1 comentario:
hola amigo,agradesco tu visita a los 11 pasos y tu comentario y el angel que me ha llegado y su bella oración,dejo mis saludos a tu Samurai y a la justicia terrenal o Divina tan dificil de entender mucha veces,un abrazo de tu amiga ,desde Eilat Israel.
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